SUPERVISIÓN POLIFÓNICA: 2 + DOS NO SON CUATRO. Boletín N45 Primavera 2019

Patricia Rey Artime y Leonel Dozza de Mendonça

Texto basado en la intervención de lxs autorxs en el XI Congreso Asociación Madrileña de Salud Mental (Madrid, 2018).

INTRODUCCIÓN

En esta ponencia-texto pretendemos describir y reflexionar acerca de los orígenes y metodología de lo que hemos denominado supervisión polifónica. Esta polifonía hace referencia, por un lado, a que se trataba de crear un grupo de supervisión en el que todos los miembros estuviesen supervisando a la vez, en donde la narrativa de una de las personas producía o rescataba las narrativas de otras. Por otro lado, la polifonía también apunta a que el supervisor es un profesional del ámbito de la salud mental, mientras la supervisora aportaba, entre otras cosas, la perspectiva de la experiencia en primera persona.

COMPARTIR LAS PALABRAS

Por Patricia Rey Artime

Hace unos pocos años, cuatro o cinco,  invitada por la AMSM, participaba en una charla sobre el movimiento de escuchadores de voces cuando en medio del debate, creo recordar que una psiquiatra, se puso en pie para decir fuerte y alto: “Bueno, hemos oído lo que hay, así que, qué vamos hacer, hay que cambiarlo… ¿No? ¿Qué hacemos, nos ponemos?” El espacio de discusión continuó algo “agitado” aunque con sus contenciones aún bien puestas en sus sitios: que si no hablemos de “contenciones”, precisamente. Que si no pronunciemos las palabras… determinadas palabras. Aquellas palabras que “no podíamos, no debíamos pronunciar”. Nos quiere sonar de algo: hay quien se enferma de no tener palabras, no poder poner palabras, pronunciar palabras o expresar en palabras.

Ocurrió alguna vez más… Allí estaban las “personas diagnosticadas” luchando por avenirse a la convención y a la corrección que exige el foro al que las convocan, personas que optan por el diálogo o la cooperación a pesar de que a menudo se ven obligadas a sostener una prudencia tensa y rabiosa que ante algunas posturas hiere al orgullo y resulta casi vergonzante a una parte de este movimiento social: quienes legítimamente reclaman respeto a los derechos humanos y dignidad para un colectivo que recibe unos grados y una clase de maltrato que no logramos siquiera percibir a base de normalización, alienación, disociación y demás males…

Creo que en esto deberían reparar quienes confrontan a estas voces en su defensa, especialmente quienes lo hacen a base de argumentos fríos e imposibilistas, algunos de una crudeza casi insoportable como para que un colectivo permanente discriminado y violentado pueda sostener ninguna prudencia o capacidad de diálogo.

En aquellas ocasiones a las que me he referido, tampoco la parte profesional, el necesario brazo ejecutor de algunas de las múltiples prácticas opresoras y vulneraciones de los derechos humanos que nos afectan, o para mayor precisión, una parte ejerciente motivada a realizar cambios podía hablar: “no puedo decir más, están aquí mis jefes…”. Tampoco podían decir las palabras.

Nadie podía decir:

Violencia física, violencia simbólica, coerción, tortura, atar, tutela, electroshock, psiquiatrización, iatrogenia, incapacitación, castigos, conflictos de interés, muertes, suicidios, maltrato social, maltrato institucional, hostigamiento mediático, abusos sexuales, paternalismo, sexismo, negocio, condescendencia, precarización extrema, sobremedicación, efectos secundarios, regalos, regalos, regalos de la industria y sus visitadores, charlas, conferencias, ponencias de media hora a 400 euros con lo último que dice la Janssen, sobre lo último de la Janssen, cosificación, discriminación, capacitismo, invisibilización, rentabilización política, rentabilización comercial, rentabilización social, rentabilización… Y todo para nosotras pero sin nosotras.

Desde aquel momento del que comparto este recuerdo a los últimos tiempos hemos ido pudiendo encontrar espacios para pronunciar juntas todas y cada una de estas palabras, sin olvidar ninguna. Pronunciarlas muchas veces para que todo el mundo las “vea”.

Afortunadamente, al menos para quienes vemos la botella medio llena y/o pensamos que es conveniente, tras años de reclamar su apertura, en el presente logramos mantener un debate líquido que se va colando por todas partes, transversal, multidisciplinar y mucho más abierto y horizontal (aunque conviene no perder de vista que a menudo como resultado de posiciones privilegiadas), encontrando unas y otras espacios en los que no se quedan mudas las palabras. Asistimos al aprendizaje común y a la construcción colectiva de otros discursos y propuestas. Al surgimiento del deseo de cambio en una mayor masa crítica desde la que volver a pensarnos para intentar encontrarnos un sentido. Nosotras y vosotras. Que no, que no es lo mismo. La frontera que tienta a difuminarse hace necesario nombrar, visibilizar, explicar, las diferencias, las violencias, las opresiones. Y a hacerse conscientes de los propios privilegios.

En los últimos años, propiciados por estas nuevas formas de hacer, otras ideas, otra forma de pensarnos, de compartir y agitar, se suceden los cambios en el contexto que empieza a dar lugar tímidamente a nuestra esperanza de comenzar a poder construir nuestras vidas como sujetos y no como objetos, restituyendo el derecho históricamente arrebatado a esta consideración. También a nuestra propia percepción como colectivo, nuestra noción de fuerza, de pertenencia, el establecimiento de lazos. Un caldo de cultivo para distintas ideas que se comparten y que nos impregnan, y para ensayar otras prácticas y formas de hacer, produciendo y encarnando colectivamente discursos contrahegemónicos. Ideas y acción; en cuya asunción deviene también el tránsito de nuestras nociones identitarias, que necesariamente interpelan a quienes nos piensan, nombran, clasifican, diagnostican, intentan definir, situar, predecir, curar, rehabilitar, insertar: no hace nada éramos idiotas, en algunos casos a exterminar o a borrar del genoma, indeseables para el proceso evolutivo e inconvenientes para el buen funcionamiento y la convivencia social. De idiota a esquizofrénica, de “crónica” e improductiva al intento de encaje en una idea de “normalidad” que pasa por la consideración como “sujeto productivo”: “medicada puede hacer una vida normal”, figuraba en algunos panfletos. De inútil a incapacitada, a minusválida, a discapacitada. De enferma mental a diversa mental, de diversa mental a loca orgullosa, de paciente a usuaria y a paciente altamente implicada o paciente experta. Superviviente de la psiquiatría o psiquiatrizada en lucha. Persona con sufrimiento psíquico o psicosocial. De experta por experiencia a agente de apoyo mutuo. Personas diagnosticadas que se hacen psicólogas, psiquiatras o acompañantes terapéuticas, y como contrapunto, psiquiatras y psicólogas que salen del armario y se reconocen locas. O que renuncian a su profesión tras “quemarse” y perder toda esperanza, que también se ha dado.

De “trastornada” a la noción de la existencia de un “trastornariado”. De “bipolar” o “esquizofrénica” o “tepetazo” (estos son los términos y este el lenguaje cotidiano), a supervisora polifónica con y para profesionales… “Leonel Dozza: ¿A dónde vamos a ir a parar?”… Algunas personas profesionales convierten esta pregunta en una indignada exclamación.

Espero que podamos llegar muy lejos, ya que lo que parece tener lugar ante nuestros ojos es un proceso de “deszombificación” (usando la jerga de algunos círculos de personas psiquiatrizadas), aprendizaje, organización y politización de un conjunto numerosísimo de subalternidades, diversidades y disidencias históricamente oprimido y marginado, dispuesto a revolucionar y a hacerlo politizando precisamente su malestar.

Estas novedades forzosamente obligan a nuevas lecturas, a la evolución y a los consecuentes cambios, a una reorganización de las relaciones y también de las identidades profesionales dedicadas a la tarea de acompañarnos. Bajo algunos puntos de vista, siempre trabajando en la consecución de un cambio cultural estructural y transversal que permita que esta tarea pueda llegar a ser afrontada ni necesaria, ni únicamente desde los saberes clínicos y los roles profesionales, e idealmente no por ellos, sino por todo el conjunto de relaciones del ámbito comunitario y mediante todo saber, relación, o enfoque o práctica útil, respetuosa para quien experimenta el proceso, consensuada y no coercitiva; en el respeto efectivo a los derechos humanos, al de emancipación, autodeterminación, y al de la autogestión de nuestros procesos y salud, así como a nuestra autonomía e igualdad.

Actualmente por fortuna, las personas locas escenificamos cotidianamente otros relatos sobre nuestra experiencia muy lejos de ajustarse a los dogmas y estereotipos de la psiquiatría hegemónica y sus expectativas sobre nosotras, cuya consistencia se funda entre la falta de rigor científico, los malos tratos, los malos tratamientos y una relación de la sociedad con la locura y con la persona loca en sí enloquecedora, enfermiza, retraumatizante, discapacitante, excluyente y violenta.

¿Hasta dónde? No lo sabemos, pero no hay marcha atrás. El conjunto de personas que son diagnosticadas como enfermas mentales experimenta una toma de conciencia de sí mismo y la asunción de un papel activo sin precedentes, tejiendo su lucha en la trama social desde lo más profundo del malestar, estableciendo alianzas con otras luchas y colectivos, transversalizando su voz y sus discursos y adquiriendo cada vez más potencia.

En medio de este panorama, y ya con tanto doble y triple perfil, con tantas personas dedicadas a pensar sobre estas cosas, motivadas a cambiar y a realizar cambios, era previsible que esta apareciese como una experiencia posible. Reunirse, encontrarse para hablar del qué hacer y el cómo hacer, de un lado y otro. Un día le comenté a César García Lemos, de la asociación de Terapeutas Ocupacionales (Apeto), con la que vengo colaborando desde hace ya tiempo, que un compañero y yo habíamos pensado en organizar un grupo mixto para colaborar en la “reflexión sobre la tarea”, por llamarlo de alguna manera, pues cada vez más profesionales nos formulaban preguntas o nos planteaban toda clase de dudas en relación a su práctica. Asociando rápidamente, César me devolvió la pregunta de cómo sería un espacio de “supervisión” para profesionales donde una de las personas que “supervisan” pudiese aportar como novedad una perspectiva desde la experiencia como complemento a la profesional, añadiendo que nuestros aportes le parecían imprescindibles.

César y yo nos conocimos en una clase de Leonel Dozza, y ambos aprendimos y compartimos con él otros proyectos y formación, así que enseguida propuso que ambos podíamos trabajar en esto de forma conjunta. Ni qué decir tiene que la propuesta me interesó y me ilusionó de inmediato, aunque estaba convencida de que Leonel estaría muy ocupado, real o imaginariamente… No pensé que fuera a materializarse, pero la sorpresa fue que dispuesto a arriesgar, Leonel aceptó impulsando y apuntalando la idea y ofreciéndome a mí una gran seguridad para afrontar el proceso. César, Leonel, Ana Abad Fernández, de la vocalía de docencia de Apeto y yo, empezamos a darle consistencia contagiándonos de entusiasmo, con temor, con mucho cuidado y creo que de forma rigurosa, crítica y honesta. Decidimos poner en marcha  una experiencia de corta duración y valorar si era posible y útil.

Guardo de este espacio muchas impresiones que intercambiaré dialogando con Leonel en unos minutos, pero aludo para terminar con mi contribución a una que creo muy relevante por su potencial para generar cambios: y es el profundo sentimiento de comprensión para con el sufrimiento de la mayor parte de quienes ponéis vuestras vidas en la intención y la labor de echarnos una mano, de acompañarnos, de paliar nuestro sufrimiento. Vuestras vidas, algo que parece demasiado, pero digo esto hoy en día en que el trabajo es realmente el centro de nuestras vidas y añadiendo que reclamamos vidas que merezcan la pena ser vividas, y que las queremos para todas.

Hay algo que creo que la psiquiatra Olaia Fernández ejemplifica muy bien a través de su experiencia y que se explica cuando afirma que cuando una persona profesional establece una relación afectiva de la índole que sea con una persona diagnosticada pero fuera del ámbito clínico existe un antes y un después tras el que suele sentirse incapaz de ejercer su profesión de la misma forma. Estos vínculos e interacciones suelen dar lugar al autoanálisis y la autocrítica, a comprender la necesidad de cuestionar y cuestionarse, y funcionan como resortes que abren las puertas a procesos de deconstrucción, de desaprendizaje, de transformación. Opino como ella desde el “otro lugar”. En mi caso particular, respetando otros procesos, ideas y sensibilidades, en mi voluntad de construir y de dar sentido a lo que hago, conocer de primera mano la realidad que viven y respiran y sienten, conocer a qué se enfrentan cada día quienes nos acompañan también me ha cambiado. Creo además que estos nuevos  lugares posibilitados, estos encuentros, estas labores y este pensar en común, este compartir espacio de supervisión y otros, también los privados y los que irán surgiendo, son además la escenificación de un intento de reconciliación necesaria, de convivencia, que acompaña a la voluntad y el compromiso de transformación conjunta.

De resituarse.

En definitiva: se perfila un presente abonado por “otras ideas” en el que habitan “otras identidades” en relación y en el que tienen lugar nuevas prácticas que permiten que veamos tambalearse uno tras otro viejos mitos y mandatos que se desmoronan ante las existencias locas y la forma en que desde ellas se “ocupan” o “recuperan” los lugares de pensar, la voz política, la capacidad de contribuir a la transformación social, y como comienza a legitimarse un saber necesario al tiempo que se pone en valor una vivencia humana inmemorialmente estigmatizada.

En medio de todo ello estos espacios comunes son un lugar para decir las palabras, para reconocer las palabras, para tomar conciencia de esas palabras, para cambiar las palabras y aquello que hacemos y cómo lo hacemos. Para tratar de promover otras realidades conociéndonos y reconociéndonos en la voluntad de deconstruirnos y de construir de forma justa, fundando un tiempo que nos permita llegar a “volver a encontrarnos” genuinamente, acaso lejos de tanta barbarie. A vernos nuevamente pero por primera vez: Y hacer otra cosa.

Quiero finalizar agradeciendo a la AMSM, a la Apeto, a Leonel, Ana y Cesar, además de su cariño, su confianza. Y el hecho de contribuir a crear lugares de respeto a mi propia existencia, que me permiten reclamarlos a su vez para un inmenso número de seres humanos carentes de ellos.

 

ENCUADRE Y TAREA EN LA SUPERVISIÓN POLIFÓNICA

 Leonel Dozza de Mendonça

Cuando empezamos a tejer el encuadre de este grupo de supervisión, nos preguntábamos en qué medida diseñar una estructura más definida o bien dejar que el grupo trabajara con pautas más difusas o menos delimitadas. Con el tiempo nos hemos ido decidiendo cada vez más por la primera opción. Un espacio de supervisión es un espacio en esencia “artificial”, nuestra intención no era tanto promover conversaciones en el sentido común de lo que se produce en la vida cotidiana, entre amigos o en espacios informales.

Se trataba por tanto, de tejer un encuadre que facilitara otras formas de comunicación, cuya finalidad justamente sería contribuir a salir, o desmarcarse, de los lugares y miradas y decires comunes.

A continuación pasamos a describir los 4 momentos que conforman el encuadre de la supervisión polifónica, tratando de reflexionar brevemente acerca del sentido de cada uno de estos momentos.

Podría decirse que estos momentos de la supervisión polifónica están ”libremente inspirados” en algunos planteamientos metodológicos de los Grupos Multifamiliares, la Concepción Operativa de Grupo, la Terapia Sistémica y el Diálogo Abierto, sin por ello pretender ser de forma específica la aplicación de tales técnicas.

Los 4 momentos de la supervisión polifónica son:

  1. Presentación del “caso”
  2. Reflexión grupal
  3. Reflexión de los supervisores
  4. Debate abierto

Cada uno de estos momentos tiene una duración de entre 10 a 15 minutos, manejados con flexibilidad.

  1. Presentación del “caso”. En este primer momento, uno de los miembros del grupo presenta un “caso”. Hemos observado que algunos profesionales y en algunos contexto institucionales, la supervisión se entiende en gran medida como el espacio en que se habla “del caso”, es decir: del paciente o usuario y, si acaso, de las dificultades técnicas del equipo para intervenir. En este primer momento, dimos al grupo la consigna de que “el caso” puede ser un paciente, pero todo caso-paciente es también un caso-profesional,  o lo que le pasa en su equipo o institución. De hecho, las fronteras entre esos niveles son muy difusas, de modo que en más de una ocasión uno empieza hablando “del caso” y termina hablando de su equipo. En resumen, se propone al grupo que la presentación “del caso” sea una narrativa vincular y no tanto una descripción de lo que al paciente le pasa (que es lo más habitual en las llamadas “sesiones clínicas”, por ejemplo). Por lo tanto, más que supervisar el caso, lo que se supervisa es al supervisando…  al supervisando en relación al caso, a su equipo, institución, gremio corporativo etc.  Este aspecto del encuadre apunta a una propuesta de que el grupo se desmarque de las narrativas más propias del modelo médico tradicional, en donde se habla del caso sin tener en cuenta la implicación de uno o todo lo vincular implicado en “el caso”. Una supervisión sólo puede supervisar a la narrativa que está escuchando, que es la narrativa del supervisando.
  2. Reflexión grupal. Tras la presentación, los miembros del  grupo reflexionan y comentan  lo que han escuchado, sobre todo haciendo referencia a las situaciones “similares” vividas por ellos en sus trabajos. Este momento del grupo tiene tres consignas:
    1. Los miembros del grupo deben de hablar en primera persona acerca de cómo “les llegó” (también a nivel emocional) lo que han escuchado. En términos negativos, aquí los miembros del grupo “no pueden” dar consejos al supervisando, pretender saber que le pasa “al caso” o al supervisando etc. Hay una fuerte tendencia, en los grupos de supervisión, a que todos los miembros del grupo pretendan hacer de supervisores. Al impedir esta tendencia a aconsejar-supervisar al supervisando, con ello también pretendemos “entrenar” a no repetir la tendencia que los profesionales tenemos a aconsejar constantemente a los usuarios; tendencia que se basa en gran medida en el supuesto de que el profesional sabe. Por otra parte, con este artificio metodológico, o encuadre, también se trata de entrenar a los profesionales a tolerar la incertidumbre (de no saber qué le pasa al otro), a escuchar desde la empatía y no tanto desde la proyección, estando por tanto más disponible para la narrativa que el paciente pueda ir tejiendo acerca de lo que le pasa, así como para la búsqueda conjunta de “soluciones”. Desde otra perspectiva, recordemos que una de las supervisoras de este grupo tiene experiencia en primera persona, y ello apunta a la importancia de que los profesionales “sin experiencia en primera persona” también puedan hablar en primera persona de lo que les pasa. Un ejemplo anecdótico para ilustrar lo que intentamos reflejar: puede ocurrir que un supervisando hable de una dificultad para comunicarse con su jefe. Ante este tipo de situación, no es poco frecuente que algunos miembros del grupo tengan la tentación de aconsejarle a que diga las cosas, a que sea asertivo con su jefe. Cuando les sugerimos que hablen en primera persona, por lo general estos miembros terminan percatándose de que también tienen muchas dificultades de comunicación con sus jefes. A eso nos referíamos con “escuchar y hablar desde la empatía”. Desde aquí a uno no se le ocurre muchos consejos que dar, pero se abren mayores posibilidades de reflexionar conjuntamente. Es en este sentido que la supervisión es polifónica, y también en este sentido que 2+2 no son 4. Diferenciamos aquí la supervisión en grupo de la supervisión grupal. En la supervisión en grupo uno habla-supervisa y los demás opinan; sería una supervisión individual en grupo. Para que la supervisión sea grupal, de alguna forma todos los miembros del grupo tienen que estar a la vez en “estado de supervisión” (y no de supervisor).
    2. A su vez, en este momento de la supervisión polifónica el supervisando “no puede” hablar; debe apenas escuchar lo que le está devolviendo el grupo y que es, como decíamos, una devolución en primera persona. Con ello pretendemos evitar, en el supervisando, ese modo de escucha en la que uno suele  estar más pendiente de “lo que le voy a decir” y no tanto de “lo que me está diciendo”. Si por un lado a los miembros del grupo les cuesta hablar en primera persona sin dar consejos, al supervisando le suele costar mantenerse en esta escucha callada. Uno tiene la tentación a “defenderse” o “corregir” al otro. Por ejemplo, si un miembro dice “mientras le escuchaba, sentía una fuerte sensación de violencia”, el supervisando puede sentir el impulso de “corregir” diciendo que no se trataba de una situación de violencia: dejó de escuchar al otro para reafirmarse en su posición.
    3. La tercera consigna consiste en que, en este momento, los supervisores tampoco podíamos hablar. Al empezar el grupo no lo teníamos muy claro, pero hemos ido viendo que era importante que nosotros también pasáramos por la experiencia. Además, veíamos que al no hablar nosotros, por lo general el grupo “trabajaba mejor”. Al igual que los marineros que se atan al barco sabedores de que no serán capaces de resistirse al seductor canto de la sirena, los supervisores hemos decidido atarnos a este aspecto del encuadre sabedores de que seguramente una y otra vez sucumbiríamos a la tentación de adelantarnos o “corregir” al grupo desde nuestro lugar y nuestro saber (supuesto), y en este momento del grupo se trataba de destacar y poner sobre la mesa la polifonía de voces, incluidas las aparentemente disonantes o discordantes.
  3. Reflexión de los supervisores. En este momento los dos supervisores intercambian entre si sus impresiones acerca de todo lo que han escuchado, pero lo hacen como si el grupo no estuviese presente. Es decir, en este momento el grupo solo escucha, sin hablar, el diálogo entre los supervisores. Estos hablan mirándose entre sí, en primera persona, pero también refiriéndose al grupo en tercera persona, no hablándoles directamente (por ejemplo: “me impactó mucho el relato de Juana, y tengo la sensación de que algunas personas del grupo se sintieron impactadas y no pudieron luego hablar en primera persona”).  Hemos observado que por lo general, cuando le hablas al otro en primera persona (“lo que a mí me pasa”) y le hablas de él en tercera persona, hay una menor tendencia a que el otro se ponga a la defensiva y rebata lo escuchado (muchas veces sin, de hecho, haber terminado de escuchar).
  4. Debate abierto y cierre. Diríamos que en este momento se “levantan las prohibiciones” y todos pueden hablar, intercambiando impresiones, reflexionando acerca de los diferentes aspectos (sensaciones, dificultades) durante los diferentes momentos de la supervisión, y contrastando las conclusiones de todo el grupo y realizando el cierre de forma conjunta.

Comentar que:

En esta primera experiencia, hemos tenido un total de 4 sesiones de supervisión (lo cual se había encuadrado así desde un primer momento), con una duración de 3:30 horas cada sesión (con descanso). El grupo estaba constituido por 12 miembros.

Sobre todo, durante las dos primeras sesiones, hubo dificultades (ansiedad) para sostener la metodología, sobre todo en lo que respecta a los momentos de “no poder hablar” y escuchar. En alguna que otra ocasión algún supervisando o miembro del grupo no se resistía y decía: “¿puedo decir sólo una cosa?”. Por otra parte, en las dos últimas sesiones tanto el grupo como los supervisores parecíamos experimentar este encuadre artificial con mayor naturalidad; costaba menos esfuerzo sostenerlo.

Por último, comentar que paradójicamente, este encuadre artificial posibilitó una comunicación más auténtica en el grupo, posiblemente en la misma medida en que esta artificialidad apuntaba a desmarcarnos de los lugares comunes de aconsejar, contestar sin escuchar, rebatir desde un lugar de supuesto saber, etc.

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