Eva Muñiz
Jornadas online AMSM 2020
REHABILITACIÓN EN TIEMPOS DE COVID [1]
Esta pandemia, cuyo impacto hasta ahora se contabiliza en número de muertos y pérdidas económicas, ha dejado un legado profundo y duradero, ha desvelado que “el emperador está desnudo”, que aquello que se defendía con fuerza desde los discursos en realidad se sostenía sobre bases débiles, era vulnerable o estaba impostado.
Esta pandemia nos enfrenta a una constante paradoja, ha evidenciado que estamos irremediablemente conectados, y que a través de ese vínculo circula tanto el cuidado como el daño. Nos ha llevado a pensar que podemos pagar el precio de vivir sin el otro, a cambio de estar médicamente sanos, obviando que la vida se sostiene en relación, que los niños no pueden desarrollarse sin el contacto con otros cuerpos, que los afectos no se transmiten igual a dos metros y, que un abrazo calma la angustia y contiene el dolor como no puede hacerlo una pantalla.
Ha desvelado que nadie cuida de los héroes, que son solo iconos de usar y tirar, creados para que la ciudadanía se sienta más segura y protegida, para que se pueda descargar la energía de su dolor en un fuerte aplauso, en lugar de exigir una mayor inversión en los recursos humanos de la sanidad pública.
La pandemia ha permitido ver cómo los mismos que defendían la salud mental comunitaria cerraban los centros de salud mental y desviaban su personal a los hospitales, “desvistiendo un santo para vestir a otro”, en un momento de máxima vulnerabilidad.
Esta pandemia ha puesto de manifiesto el “nosotros-ellos”, los que pueden VIVIR, en el sentido amplio del término y los que pueden morir en vida; los que importan y los que son invisibles.
La pandemia ha traído un dolor indescriptible, desgarrador… pero también nos ha permitido discernir lo que es de verdad, lo que perdura, lo inquebrantable, y eso, en los tiempos que corren, es un camino a la esperanza.
EL PRINCIPIO
Recuerdo que hace muchos años, cuando yo era muy pequeña me adentré en el mar de la mano de mi madre. Ir de su mano siempre era una aventura segura, divertida, no me podía pasar nada si me mantenía agarrada. Pero el mar a veces se encrespa y una ola, que me pareció enorme, rompió con fuerza sobre nosotras soltándome de su mano, volteándome durante unos segundos e impidiéndome salir a la superficie. Mi madre no debió tardar mucho en cogerme de nuevo, pero sentí mucho miedo y una infinita soledad. El 14 de marzo me recuerda mucho a aquel día.
Las primeras sensaciones fueron de confusión e incertidumbre. La información era precaria, no estaban claras las directrices. No había infraestructura creada para trabajar a distancia. La mayoría de los profesionales disponían de sus propios teléfonos y ordenadores como únicos medios para realizar la tarea, y un conocimiento a nivel de usuario, bastante precario en la mayoría, del manejo de las diferentes aplicaciones y de la seguridad en internet. Esto era todo.
No se sabía qué recursos comunitarios iban a estar disponibles y cómo se podía acceder, en el momento de máxima vulnerabilidad nos enfrentábamos a la necesidad del otro y a su ausencia. Los recursos ambulatorios se cerraron y los hospitalarios se pusieron a disposición de la emergencia sanitaria. Los profesionales de los centros de salud mental fueron reclamados por el hospital para atender las urgencias psiquiátricas y para dar soporte a los compañeros que estaban en primera línea de atención. No fuimos capaces de arroparnos y tampoco supimos coordinar una intervención que garantizara un cuidado de calidad a las personas que atendíamos conjuntamente. Quizás el hecho de que la Red de Rehabilitación tenga un lugar de complementariedad subsidiaria (acorde con el lugar que tiene lo psicosocial en la comprensión y atención a la locura), ha configurado una relación en la que los profesionales de Rehabilitación “piden”, permiso (para tomar decisiones complejas relacionadas con el proceso) y ayuda (para atender crisis, para optar a otros recursos…), y, desde ese lugar asimétrico, difícilmente los compañeros de los centros de salud mental podían contar con que la Red de Rehabilitación respondiera a una llamada de socorro. Creo que en ningún momento se planteó ni una delegación explícita de funciones, ni un reparto de tarea en función de las circunstancias de cada servicio. Se echó en falta el funcionamiento como “equipo ampliado”, hicimos lo que pudimos, con la mejor de las intenciones, pero sin contar con el otro.
Los escasos andamiajes que brindaban ilusión de control, sensación de predictibilidad o alguna certeza quedaron disueltos en la pandemia. La situación nos comprometía a nivel personal, sin poder evitar, que más que nunca, atravesara nuestra práctica.
El contacto telefónico individual se antojaba insuficiente. Teníamos necesidad de zurcir, retejer, conectar, hacer más nudos… para paliar el dolor, viniera de donde viniera, el nuestro y el de los otros, para sostener y sostenernos. Era una necesidad que procedía de lo común, de lo profundamente humano, la necesidad de tribu, de pertenencia. Poco a poco nos fuimos anudando entre nosotras y con otros equipos, dentro y fuera de la Red de Rehabilitación. Crear comunidad desde el aislamiento parecía el único arnés que impedía precipitarnos en el agujero oscuro que se había creado.
Los primeros contactos fueron solo para decirnos “estamos aquí, y vamos a pasar esto juntos”, era un mensaje de ida y vuelta, una preocupación y un alivio mutuos.
Costaba afrontar cada desafío sin la presencia física, sin el abrazo que contiene, la caricia que calma y los ojos que sostienen y guían en la tarea. Con las primeras videollamadas nos reencontramos con cuerpos de hogar. Conocimos un poco más de nuestra cotidianidad a través de las pantallas, la sensación era como si estuviéramos mirando por una mirilla, una especie de trasgresión de la intimidad que era expuesta sin remedio. El trabajo se introducía en el hogar, lo contaminaba. Las compañeras con hijos entraban en multitarea, con la sensación de no llegar a nada, de saber que era fundamental estar con sus hijos para darles refugio y calma en este escenario incomprensible y hostil, pero con la exigencia de cumplir con lo laboral para no sobrecargar al resto del equipo. Cada rol profesional aparecía más que nunca atravesado por otros roles, no era posible la escisión.
En un primer momento la tarea era crear infraestructura y “estar”, disponible, predecible, acompañando y cuidando al otro (fuera quien fuera este otro)[2]. No hubo un debate sobre qué significaba eso para cada una, parecía que hablar de cuidado remitía a un lenguaje universal sin matices ni contradicciones. Quedaban así borrados los contornos que definían el quehacer de cada profesional. Quizás por esta temporal suspensión de la intervención al uso y esa priorización del cuidado, las diferencias que causan tensiones en los grupos humanos quedaron minimizadas. Cada conquista sentida como equipo emocionaba, nutría y daba esperanza.
DURANTE EL CONFINAMIENTO
En un principio todo era COVID-19 y un recorrido por las actividades de la vida diaria. Las llamadas a las personas que atendemos versaban sobre cómo se lidiaba con una cotidianidad en aislamiento, llena de normas y vacía de productividad. Todas las conversaciones eran parecidas, apenas tocaban la superficie de la vivencia. Se repetían día tras día, charlas necesarias al principio, para sentir la presencia del otro sin más, sentir que la vida continuaba porque había alguien conocido al otro lado del teléfono que habitaba el mismo escenario.
Pero se había abierto la Caja de Pandora. Tratábamos diariamente con la vulnerabilidad, la muerte, la represión, la soledad, los abusos de poder en las relaciones cotidianas…. Mientras se diseñaban medidas para evitar el contagio y la muerte, se pasaba por alto que no siempre la vida es habitable.
Cada día se ponía en cuestión la existencia según la habíamos entendido hasta el momento, sin embargo, durante un tiempo esos temas quedaban eclipsados por esa cotidianidad aséptica y un esfuerzo por poner la mirada en “lo bueno”. Parecía que para sobrellevar la situación teníamos que disociarnos del dolor trayendo “lo positivo”, convirtiendo la tragedia en una película de Marvel, con sus héroes, sus lecciones de ecología y solidaridad, y… sus aplausos.
Costaba retomar, salirse de ese carril maniforme por el que transitábamos y empezar a expresar/escuchar aquello que se decía casi de pasada, aquello que hablaba del dilema entre yo y el otro, del miedo a dañar y ser dañado, de la culpa, de la rabia por la pérdida de libertad, de la muerte… de lo feo de la existencia humana.
Relatos desde el confinamiento
Cuando estuvimos preparadas para escuchar y para explorar, más allá del “parte de actividades diarias”, nos encontramos con relatos diversos en torno a la experiencia que se estaba viviendo.
Para algunas personas era más fácil prolongar el confinamiento ante el temor de encontrarse con una realidad irreconocible, de nuevos códigos, en la que no pudieran aplicar las maneras de vivir anteriores. Temían encontrarse con un otro exigente, que supervisa la conducta y que interpela a que se cumplan de manera rígida unas normas ambiguas y confusas.
Ha habido madres diagnosticadas que han vivido la soledad del confinamiento con sus hijos en situación de pobreza, sin una red de apoyo, dependientes de unos servicios colapsados que no podían dar respuesta, aunque solo fuera para transmitir cierto amparo.
Hemos escuchado relatos sobre las diferencias en la flexibilidad con la que se establecían las medidas de protección en función de la relación con cada miembro de la familia, quedando de manifiesto que al fin y al cabo los límites protectores se han estado poniendo en función de los afectos, más que del riesgo real.
Algunas personas han vivido la pandemia como una aliada que emborronaba los límites entre locura y cordura, que hacía que emergieran los miedos y los “síntomas” de sus familiares, creándose una relación más simétrica, permitiéndoles ubicarse en una suerte de horizontalidad, probablemente temporal. Por primera vez, era “normal” estar parado, sin exigencia, ni culpa, había certeza de que eso era lo que había que hacer, prescribiéndose y valorándose una forma de vida sistemáticamente cuestionada.
Son muchos los relatos sobre una soledad impuesta que amplifica y descarna la soledad previa, porque la red comunitaria, la que conforman los dependientes, los camareros… había desaparecido.
Ha habido personas que emigraron en su día y que se han encontrado de nuevo con la inseguridad y la pobreza de la que huían, dudando de si el desgarro por dejar a sus seres queridos en su país de origen había merecido la pena
Ha habido personas que han vivido la muerte de un ser querido y el dolor por su pérdida en pleno confinamiento, con las restricciones para estar y acompañarse de otros en la despedida.
Cuando hemos sabido escuchar han surgido relatos de ira contra la represión, y cierta insumisión disfrazada de inocencia e ignorancia.
Nos cuentan que ahora, más que nunca, es inviable asumir los riesgos que conlleva el vivir para que la vida merezca la pena, que uno no se puede aventurar a compartir espacios con otros, que es imposible practicar sexo con desconocidos, que el grupo familiar es el único grupo fiable, y el hogar el único lugar seguro.
El cuerpo como arma de destrucción masiva
Tocar sin duda es un modo de conocer el mundo, los objetos, las personas que lo habitan, la piel es una ventana para el alma… no se puede pensar en un crecimiento saludable que prescinda del contacto piel con piel, del cuerpo a cuerpo.
Es difícil sostener la prohibición de tocar, de acercarse, en un escenario de máxima vulnerabilidad en el que necesitamos buscar el cobijo del otro, su olor, ese territorio inexpugnable que es su cuerpo cuando hemos construido una relación de base segura. Tocar, acercarse, es imprescindible cuando la palabra, que brinda una envoltura a distancia, no está disponible o es insuficiente para calmar.
La experiencia con el COVID ha trastocado la vivencia del cuerpo. Ahora viajamos en burbujas de 4 metros de diámetro y consideramos un atentado contra la salud cualquier invasión de ese espacio. Tenemos cuerpos sospechosos, mentirosos, que infectan sin avisar y son rechazados a priori por prevención, que se diagnostican prematuramente (se tose con pudor, con vergüenza). Cuerpos cuya huella hay que limpiar, desinfectar, que no pueden tocar ni ser tocados, desordenándose un poco la dimensión del yo en relación con el otro que se constituye a través de la frontera de la piel.
Vivimos tiempos confusos, los actos han cambiado de significado. Acercarse al otro puede ser vivido, dependiendo de quien venga, como una agresión y una falta de respeto o como un acto de confianza, un signo de que apreciamos todo lo que esa persona traiga. En palabras de Anzieu[3], (2007, pag. 159) “Toda prohibición es una interfaz que separa dos regiones del espacio psíquico dotadas de cualidades psíquicas diferentes. La prohibición del tocar separa la región de lo familiar, región protegida y protectora, de la región de lo extraño, inquietante, peligroso”, quizás por ello, la distancia social tiene un sentido distinto dependiendo de la vivencia que tengamos del otro. El riesgo se define así desde los afectos, aplicándose de alguna manera su lógica: “quien nos quiere no puede ser causa de daño”. Si nuestros familiares y amigos enferman lo harán “a las claras”, no pertenecerán al temido grupo de los asintomáticos. El extraño, el que no pertenece, el que viene de fuera, es más que nunca objeto de sospecha, las fronteras que separan lo familiar de lo de afuera se hacen rígidas. El extraño se encarna en los colectivos más vulnerables, los que literalmente vienen de fuera (emigrantes) y los que sentimos diferentes, los “ellos”.
En el caso de las personas con diagnóstico psiquiátrico, se ha reactivado la idea de que son “peligrosos” por tener un mayor riesgo de ser fuente de contagio, no tanto porque tengan una red social amplia, hijos pequeños que vayan al colegio, usen el transporte público o se sumen a manifestaciones negacionistas, sino porque se les presupone un déficit para lidiar con la vida, cuidándose o cuidando al otro (idea que subyace al prejuicio sobre la capacidad para ser madres, por ejemplo).
La pandemia ha dado una respuesta al eterno dilema entre la pertenencia y la individuación proporcionando argumentos inapelables para que las personas con trastorno mental queden atrapadas en un proceso de emancipación inconcluso, recluidos en sus domicilios con padres y madres octogenarias cuya integridad física y mental no quieren poner en riesgo.
En este escenario, son los demás “sanos” los que definen las necesidades de los diagnosticados, confundiéndolas con las de los progenitores. Las subjetividades quedan diluidas en una masa informe y mimetizadas con un escenario que tiende a homogeneizar a todos los ciudadanos reduciendo el cuidado de la salud, a la evitación del contagio. La salud mental queda desatendida, el aislamiento se prescribe, independientemente de sus consecuencias. En los recursos residenciales se pautan confinamientos más extremos (que, en ocasiones, vulneran derechos fundamentales), se prioriza velar por el seguimiento estricto de las medidas higiénicas para impedir el contagio entre los residentes. La salud queda reducida a la ausencia de virus quedando pausados los planes que se habían elaborado conjuntamente con los residentes para continuar avanzando con los retos de la vida. Se pone de manifiesto la brutal sobrecarga del equipo humano con tareas sanitarias, que saturan el día a día impidiéndoles abordar el objeto último de su trabajo, también se pone de manifiesto la constante minimización de las consecuencias de vivir distanciado del otro, fuera de la comunidad.
La persona con trastorno mental no puede permitirse las “licencias” que se toman el resto de los ciudadanos para sobrellevar el recorte de las libertades o la debacle económica, porque estas licencias son diagnosticadas y reprimidas. Mientras que unos salen a trabajar, disfrutan de su red social (flexibilizando las distancias hasta donde les dictan las normas y los afectos), y habitan los espacios comunitarios, exponiéndose al contagio de un modo legítimo y, en muchas ocasiones, valorado, la persona con trastorno mental, cuyo cuerpo parece un anexo del cuerpo de otros, tiene que vivir un permanente confinamiento, el que “elige” y el que le es impuesto, evitando así la culpa de ser, una vez más, la causa última del sufrimiento familiar.
EL RETORNO A LA PRESENCIA
Los cuidados de los equipos
La pandemia ha puesto de manifiesto que los cuidados siguen siendo una asignatura pendiente. Se ha desvelado el modo en que las entidades que gestionan los recursos de rehabilitación entienden los recursos humanos: bien como herramientas de usar y tirar, bien como sujetos que es necesario atender y cuidar para que la tarea salga adelante. Los cuidados no solo tienen que ver con brindar gel hidroalcohólico, virucida o mascarillas quirúrgicas, también tiene que ver con proporcionar herramientas para lidiar con una situación que afecta a cada uno y a la tarea de atender a otros. Hay entidades que lo saben y cuentan con medidas de conciliación flexibles, espacios para la reflexión y sistemas de supervisión de equipos y de directivos. Hay otras que no.
El tema de las mascarillas impacta directamente en la tarea que nos compete. El acompañamiento a las personas en la pandemia requiere contemplar que la experiencia está siendo traumática, que para sobrellevarla se utilizan defensas y que una de ellas es la negación, que la adquisición de nuevos hábitos es un proceso lento y tiene que tener sentido, que la vivencia del cuerpo es diversa y cursa con muchas dificultades y que la mascarilla es una prótesis que confunde identidades y quita el aire… entre otras cosas. Trabajar con gente implica asumir que pueden ser fuente de daño y que nos toca protegernos para que la intervención no esté atravesada por la exigencia de que nos cuiden y nos protejan cuando aún no pueden hacerlo. En este escenario, llevar mascarillas FFP2 es una herramienta imprescindible…. pero también es mucho más cara.
Pero los cuidados no son patrimonio de las entidades, los equipos son responsables de su propio cuidado, que no sólo tiene que ver con tener espacios de descarga emocional, sino con ser capaces de asumir y repartir tarea atendiendo a las condiciones de cada uno. Tiene que ver también con arrimar el hombro aportando lo que uno sabe y lo que puede, a veces subiéndose al carrito, a veces empujándolo. Implica entenderse como algo más que una suma de individuos, un engranaje que no puede funcionar igual si falta uno, pero que encuentra maneras de tirar para adelante sin tener que estar revisando en cada ocasión que el reparto de tarea ha sido igual para todos, porque sabemos que lo justo no es lo igual.
Finalmente, cada profesional es responsable de su propio cuidado. De asumir que no es omnipotente ni infalible, que tiene que pedir y delegar cuando no puede, porque la desmesura de uno genera deuda, y la tarea común queda atravesada por el constante intento de equilibrar el libro de cuentas.
La atención
Antes de que se abriera la Caja de Pandora, los profesionales de la salud mental estábamos sumergidos en debates de gran calado, que pretendían mejorar el trato y reducir la iatrogenia. Reflexionábamos sobre poner el poder que tenemos al servicio de los cuidados sin pasar por encima de los derechos; sobre cómo articular el saber profesional y el saber en primera persona; cómo acompañar en los procesos de cambio, sin que respondan a nuestra propia manera de entender la vida; cómo facilitar que se habite la comunidad sin ser los protagonistas….y otros asuntos que fueron fuente de tensiones y de importantes cambios en las prácticas.
Parece que el escenario de incertidumbre e inseguridad que estamos viviendo nos pone en riesgo de volver a maneras antiguas de trabajar, en las que nos sentíamos más seguras. Formas en las que los profesionales teníamos que aportar todas las respuestas y éramos los últimos responsables de la vida del otro.
La pandemia nos ha legitimado para saber qué necesita el otro, acercándonos a posturas paternalistas que dispensan soluciones estandarizadas para todos, sin tener en cuenta los significados propios. Nos ha parecido bien hacer por hacer y ocupar por ocupar… cumpliendo, a veces, con una función de entretenimiento[4].
En un artículo leí que “tenemos que estar muy atentos, es decir, sensibles a cómo se articulan las demandas de cuidado con las de control, vigilancia y denuncia de lo amenazante”[5] y me pareció que reflejaba bien la exigencia actual a los profesionales, de cuidar pero también de vigilar, controlar y ser garantes de que todos cumplan.
Como señala Alvarez Teijeiro “Frente a la ética del sí mismo predominante, casi hegemónica, se levanta con modestia y humildad la ética del otro…. Frente a la consideración utilitaria del otro como medio para mis fines (materiales), se plantea aquí una concepción del otro como mediación para los comunes fines existenciales: soy más yo mismo cuando respondo de manera solícita a la pregunta que el otro encarna, su irreductible identidad me completa”. Quizás este es un momento idóneo para poner a prueba eso que defendíamos de que nuestro saber no es suficiente, que necesitamos el saber del otro para que el cuidado lo sea de verdad. Quizás es el momento de construir con las personas que atendemos maneras de afrontar la pandemia, de cuidarnos desde la pertenencia pero atendiendo a la diversidad, de escuchar más allá de las prescripciones higiénicas.
Lo humano y lo institucional. Entre la confusión y la ambivalencia.
El lugar de los recursos de Rehabilitación en la red de salud mental es complejo y confuso, y la gestión de esta crisis está siendo compleja y confusa también, porque se han puesto de manifiesto las contradicciones que pueden surgir al intentar conciliar la evitación de la enfermedad con el cuidado de la salud mental.
Las medidas de protección contra el virus no han contemplado las diferentes necesidades emocionales y circunstancias sociales, el confinamiento no ha supuesto el mismo coste para todos. Los determinantes socioeconómicos han hecho que algunas experiencias de reclusión se hayan convertido en fuentes de daño en lugar de protección. Aun así, los profesionales de la salud mental hemos asumido la responsabilidad de ser garantes del cumplimiento de las normas del Ministerio de Sanidad, para “contribuir eficazmente a evitar la propagación del contagio” [6]. La atención se ha estado debatiendo entre, por un lado, minimizar los contactos entre personas que no pertenezcan a la misma unidad convivencial, evitando al máximo la movilidad, lo que nos ha llevado por momentos a priorizar el teletrabajo; y, por otro, la necesidad de brindar un acompañamiento presencial, de mucho más calado que la atención telemática, manteniendo las medidas básicas de seguridad (mascarillas, distancia y lavado de manos), pero asumiendo ciertos riesgos, porque el contacto humano y la vida en comunidad los tiene desde siempre.
Y esto nos lleva a una paradoja. Sabemos que la atención telemática es precaria e insuficiente, pero, la atención presencial está sujeta a normas que varían y se desdibujan en función de criterios sanitarios, económicos y políticos que tenemos que conjugar. La definición de “contacto de riesgo” (o la tolerancia a los mismos para hacer el trabajo que nos ocupa) está en constante revisión y con ello el abanico de posibilidades para realizar la tarea. Cada baja de un profesional tiene importantes repercusiones económicas y en el sostenimiento del quehacer cotidiano puesto que para prevenir el contagio no sólo tiene que marcharse la persona enferma sino todo aquel que tuviera contacto con él. Esta cuestión lleva a que ahora, más que nunca, la intervención esté mediada por criterios económicos y pragmáticos que hay que conjugar con el abordaje técnico de cada caso. En esta confusión, corremos el riesgo de abandonar el objetivo último de nuestro trabajo: acompañar a personas con sufrimiento psíquico en encontrar maneras de vivir en comunidad cuando el otro es vivido como fuente de daño.
RIESGOS
Las grietas del modelo psicosocial
La pandemia ha desvelado que la dualidad mente-cuerpo no ha sido superada. Hoy más que nunca vivimos la disociación entre experiencia subjetiva, cuerpo biológico y sujeto social. La experiencia de enfermar por COVID se ha planteado como algo exclusivamente biológico sin reparar en el dolor profundo de vivirlo en aislamiento y excluido. Se ha obviado el impacto en los niños, no solo por los cambios en lo cotidiano, sino porque se les priva de dos de las herramientas básicas con las que crecer con salud: el contacto cuerpo a cuerpo y el vínculo social. Ha quedado en evidencia la dificultad para articular un discurso integrador y proporcionar un cuidado integral.
Aún no hemos sido capaces de profundizar en la complejidad del “vínculo”, a pesar de que es la base de nuestra intervención, y en los factores que le afectan (p.e. ir enmascarado, no poder tocar, las pantallas, la intermitencia…).
Seguimos arrastrando la dificultad para adoptar una perspectiva comunitaria en el sentido de “contextualizar los problemas, conductas u oportunidades de salud, …, en la realidad de la comunidad donde viven o trabajan las personas y en sus determinantes psico-sociales y ambientales” [7].
Ahora más que nunca, nuestro trabajo está atravesado por el miedo al otro, miedo a que su descuido nos lleve a enfermar, y desde ese miedo reaccionamos tratando de controlar su conducta. Sabemos que la adaptación a los cambios es un proceso complejo, que cursa con resistencias, especialmente cuando este proceso es acompañado por emociones intensas. También sabemos que el único modo que tenemos de conocer si las personas que nos rodean están siguiendo las medidas de protección es, además de nuestra observación cotidiana, que la relación sea suficientemente sólida como para que haya una comunicación sincera, y esto es impensable si el vínculo está atravesado por el juicio moral y la culpabilización.
Hemos vuelto a pensar en espacios separados entre profesionales y usuarios pero sabemos que esto no sirve, que tan solo es síntoma de que los esfuerzos por superar el nosotros-ellos, derivados del cambio de paradigma, no se han traducido en cambios de fondo sino de forma.
La tarea de los profesionales de la rehabilitación corre el riesgo de convertirse en una extensión de la tarea de los sanitarios, en lo que se refiere a la exploración de síntomas físicos, seguimiento de los contagios, indicación de las medidas de protección, desaprovechando la posibilidad de co-construir el espacio de cuidado con las personas que atendemos, cumpliendo con la normativa pero atendiendo a la diversidad de experiencias subjetivas, evitando que el profesional se sitúe en el lugar de referente inmaculado que supervisa y controla, sin tener en cuenta las contradicciones, ambivalencias y sentimientos que nos atraviesan en una situación como esta.
Lo que ha traído lo telemático
La voz y la palabra son el medio por el que circulan los entresijos del vínculo cuando el cuerpo está inaccesible. La palabra y la “música” que la acompaña pueden brindar una envoltura protectora o desabrigar, pueden contener lo que está desbordado o romper los diques que ya existían, pueden nutrir o extenuar, llenar huecos o crearlos.
Sin embargo, cuando el cuerpo del otro es demasiado estimulante, por vivirlo como amenaza o por desearlo, una conversación telefónica puede ser la única posibilidad de establecer una conexión desde la tranquilidad.
Pero la ausencia del cuerpo del otro crea impotencia. Poner el cuerpo en lugar de una pantalla, abre la posibilidad de un acceso directo, lo cual añade realidad a la experiencia del contacto humano, pero también permite ejercer cierto poder sobre la satisfacción de las demandas. Lo telemático permite no atender, cortar la comunicación, dar largas, sin que el que está al otro lado del teléfono o de la pantalla pueda hacer gran cosa. En el cuerpo a cuerpo existe la posibilidad de imponerse, de utilizar cierta “violencia necesaria” en sus diversos grados y matices (insistir permaneciendo en el espacio, impedir que el otro continúe con la tarea, rogar…) para garantizarse la atención, el cuidado o los derechos. El cuerpo opone resistencia al ninguneo.
Lo telemático protege y calma a la vez que desampara, porque el cuerpo puede ser fuente de daño y de protección. Tiene consecuencias directas en las posibilidades de comunicarnos puesto que reduce la información sobre el otro. Implica una muy baja accesibilidad, lo que puede traer sensación de seguridad y protección, pero también impotencia y abandono.
Los espacios telemáticos son contextos más inseguros, que usamos habitualmente sin tener ni idea ni de los riesgos ni de cómo protegernos. Reduce el ámbito de lo visto, haciendo que lo que está fuera de la cámara se convierta en fantasmático. Lo telemático nos coloca en el lugar de espectadores ante la pantalla, creando una distancia afectiva similar a la que vivimos cuando vemos la TV. Es el escenario idóneo para los “como sí”.
Lo telemático nos lleva a abandonar el espacio comunitario. Lo de afuera es relatado, no vivido.
PARA TERMINAR
Uno de los principales errores que cometemos es pensar en términos cortoplacistas. La vida no puede sostenerse sin los cuidados, y estos trascienden la protección contra virus y bacterias, y la administración de fármacos o vacunas.
Si consideramos que el aislamiento es un factor de riesgo para la locura, que los lazos sociales nos protegen y nos permiten crecer, que el contacto físico transmite algo más que agentes patógenos, que la vida en comunidad nos da la posibilidad de recurrir a otros cuando vivir se hace difícil… si todo esto tiene fuertes raíces, entonces no podemos sostener el mismo lugar que un epidemiólogo o un economista.
Somos agentes de lo social y trabajamos por la salud mental comunitaria, no es posible concebir los cuidados en el aislamiento, son dos términos incompatibles.
Pensemos pues, juntas es más fácil.
NOTAS A PIE DE PÁGINA
[1] Este texto es el producto de unos espacios de cuidado que han sido imprescindibles para pensarlo, de caminar de la mano con personas con las que se puede ir a una guerra, de disfrutar de la tribu. Es el fruto del trabajo cotidiano y de la reflexión con el equipo del CRPS Torrejón, con quienes es una delicia abordar la tarea y tejer para arroparnos en el trabajo y en la vida; de las aportaciones de Inmaculada Liébana que desde la amistad solo sabe ser sincera y honesta; de pensar junto a mi hermana, con la que siempre tengo necesidad de compartir las cosas importantes de la vida
… y del cuidado de Paco, que siempre es un refugio, desde el que puedo salir a la vida con coraje.
[2] Gracias a Paloma Larrazabal, directora del CRPS de Arganda por su generosidad y cuidados durante el tiempo en que nuestro director estuvo enfermo de COVID. Se brindó a acompañarnos, teniendo que atender a sus equipos, su familia y su propio dolor por los estragos de la pandemia. Gracias de todo corazón
[3] Anzieu, D. (2007) “El Yo Piel”. Edit. Biblioteca Nueva. Madrid
[4] Este párrafo se lo debo a Inmaculada Liébana
[5] elciudadanoweb.com
[6] Documento de la Consejería de Políticas Sociales, Familias, Igualdad y Natalidad, “Criterios de actuación a aplicar en las plazas y centros/servicios que Conforman la red pública de atención ocupacional, atención diurna a Personas con discapacidad o con enfermedad mental y atención Temprana, en la situación de emergencia ocasionada por covid 19.
[7] https://saludpublicayotrasdudas.wordpress.com/tag/de-las-batas-a-las-botas/