EL CUIDADO DE LOS PROFESIONALES. Boletín N45 Primavera 2019

José Leal Rubio

 Psicólogo Clínico. Consultor y Supervisor Clínico e Institucional

Servicios de Salud Mental. Barcelona

Intervención del autor en el XI Congreso de la AMSM (Madrid, 2018)

INTRODUCCIÓN

Reconocerse necesitado de cuidados durante el desarrollo de una tarea de la intensidad que implica el cuidado de personas con problemas de salud es  condición indispensable  para un trabajo bien hecho y la aminoración de riesgos, tanto en los profesionales como en los usuarios.  En aquellos porque pueden sufrir dos tipos de efectos: el sostenimiento o exhibición de una omnipotencia que, además de insostenible, hiere a la persona que se muestra frágil y, además, porque ante tanta dificultad como puede hallarse se instale un sentimiento de impotencia paralizante que haga imposible hacer aquello que se puede.  Las dos situaciones producen un conjunto de  efectos en los profesionales que han sido muy ampliamente descritos como burnout, fatiga por compasión, etc. El sufrimiento para estos puede ser muy intenso y afectar al desarrollo de su vida cotidiana y también al desarrollo de su tarea y de la disposición al buen trato.  Evidentemente que el estado de tranquilidad, comodidad y satisfacción de los profesionales predispone a una buena ayuda y al contrario. Por eso me parece que la propuesta de la AEN madrileña de dedicar el tema de su congreso anual a los cuidados y una mesa redonda al cuidado de los profesionales  habla de una sensibilidad que comparto e invita a una reflexión sobre nuestras propias vulnerabilidades y la necesidad de saberlas manejar.  Una sensibilidad que no es de ahora; yo asistí en 2000 a su Jornada con el título La coordinación  y en 2005 a una mesa redonda con el título Los equipos de salud mental ¿objeto de cuidado?

Han pasado muchos años y a esa pregunta, creo que, respondida en su momento,  ahora podemos volver a decir que sí, que los profesionales, sus equipos y sus organizaciones también necesitan de cuidado. Pero ahora, con más años vividos, con más experiencias y con un mayor desarrollo conceptual del término cuidado, o sea, desde el convencimiento de que el cuidado no es un hacer que deviene necesario ante una carencia o falta sobrevenida, sino por la falta estructural que hace que todos seamos sujetos con limitaciones y riesgos. Se abre así la posibilidad de leer el cuidado como parte del tratar y tratarnos bien como exigencia ética y de cuidar nuestra predisposición saludable en la atención hacia el otro siempre, pero más en las situaciones de dificultad. Ese tratar al otro en una especial situación de necesidad y carencia específica requiere de los profesionales además de una disposición que sea lomás cotidianamente fresca hacia el cuidado, la exigencia de cuidarse y la exigencia hacia la organización de ser cuidado por esta.

De hecho  solo puede dar cuidados, buenos cuidados,  quien se reconoce también como receptor de ellos, porque es la manera de establecer una relación de reciprocidad y de empatía.

En realidad, en todo marco laboral coherente, debe producirse un conjunto de disposiciones o preceptos que garanticen en lo posible la disminución de los riesgos  que la tarea puede generar en la situación del trabajador. No somos los profesionales psi, o más claramente sus organizaciones,  los más dados a reconocer en concreto que necesitamos soportes para el desarrollo de nuestra tarea. Ni son las organizaciones que se cuidan del mundo psíquico de las personas y de sus avatares las más dadas a reconocer que nuestra tarea hecha de forma comprometida conlleva, junto a la satisfacción de la ayuda, un cierto nivel de padecimiento, incertidumbres y diversos malestares que pueden ser aminorados con soportes o cuidados de diverso tipo.

Yo he dedicado a ello gran parte de mi vida profesional; al acompañamiento a profesionales, equipos e instituciones  de diversos ámbitos en una tarea que se suele llamar se supervisión y que yo prefiero llamar de copensor siguiendo una idea de Pichon-Rivière desde la concepción operativa de los grupos.

Me llevó a ello mi pronta percepción de mis propias carencias y de mi disciplina y marcos teóricos profesionales para afrontar la muy alta complejidad de tareas que podían parecer aparentemente simples. Cuando  varios compañeros y yo, todos muy jóvenes, fundadores de una experiencia extraordinaria y nueva en la atención a la salud mental en la infancia y adolescencia allá por la mitad de los años setenta, conscientes de la complejidad de nuestra tarea y de nuestros límites y también conscientes de que la ayuda de algún profesional externo a nuestro trabajo podría sernos útil, no encontramos ninguna comprensión por parte de las direcciones ni la gerencia a facilitarnos ayuda (y cuidado) sino todo lo contrario, sospechas respecto a nuestra capacidad para la tarea. Teníamos que haber esperado esa respuesta como normal porque en ese tiempo la sensibilidad de las instituciones ante sus profesionales era escasa y, posiblemente, también la de muchos de estos a reconocerse con límites y necesitados. No ha sido el saber “médico”, ni el saber universitario, ni el saber experto muy sensible hacia el reconocimiento de la propia carencia del saber, ni hacia los riesgos de instauración de un posible saber fálico y de una acción profesional prepotente y dominadora. Todo profesional ha sentido en alguna ocasión las dificultades de las organizaciones para el cuidado de sus miembros, aunque muchas veces ha jugado con un falso cuidado como es el manejo “perverso” de las condiciones laborales y la laxitud  en los cumplimientos de las mismas. Pero un cuidado dispensado como efecto del convencimiento de que la herramienta que somos en el desarrollo de la tarea es desgastable, pocas veces. No siempre, pero muy frecuentemente la institución se convierte en un lugar inhóspito sin lugar para el cuidado de los profesionales y poco de los usuarios. Tampoco siempre los profesionales tienen  conciencia  de que cuidar de sí es una exigencia ética como lo es cuidar de todos aquellos con quienes colaboran y que es una exigencia colectiva luchar por generar condiciones para un trabajo en el que los cuidados sean el marco conceptual desde el que llevar a cabo cualquier tarea. Quizás uno de los movimientos transformadores más importante en las relaciones humanas es la progresiva instauración de una ética del cuidado muy vinculada a los movimientos feministas, que consideran el cuidado como sustento de la ciudadanía y como una condición no asociada al género sino a la condición humana.

En el ámbito de la salud mental y también de la educación, en especial de niños con dificultades, el término cuidador se aplicaba a profesionales de escasa cualificación y también retribución. Uno de los primeros grupos con los que trabajé en tanto supervisor fue en una institución de cuidado de niños con graves riesgos vitales donde trabajaban profesionales, todos licenciados, pero cuyo contrato y  pago era la correspondiente a una categoría ínfima llamada cuidadores; querían pasar a ser considerados educadores en tarea, que ciñéndonos al pie de la letra era bastante más que difícil, pero con un mayor estatus.

Cristine Maslash en su libro Burnout, the cost of caring, introdujo este último término para referirse a todos aquellos que estamos en las tareas de atender a las personas desde diferentes ámbitos y especialmente de salud, independientemente del nivel de contrato y tarea. En el citado trabajo mostró los efectos “nocivos” que sobre el profesional puede generar la tarea y las condiciones en las que esta se desarrolla. El coste del cuidar, en términos emocionales y de los síntomas individuales, grupales e institucionales que lo expresan, tiene que ser reconocido para poner en marcha iniciativas de soporte en la búsqueda de la realización de una buena tarea y del aseguramiento de la disposición de los profesionales hacia la misma.

En abril de 2002, hace ahora 16 años, una asociación psicoanalítica en Catalunya organizó una Jornada bajo el título La soledad del cuidador y me propusieron una conferencia que titulé “Cuidarse, cuidar, ser cuidado” de la que tomo algunas de las cuestiones que quiero plantear hoy. Esos tres términos describen, en mi opinión, complementariamente los deberes y derechos de los profesionales en los marcos institucionales u organizativos donde trabajan.

Recuperar el término cuidado y reconocernos cuidadores implica reconocer que nuestra tarea consiste básicamente en una forma de tratar que yo describo como de buen trato y que tiene efectos sobre el cambio en los modos en que las personas hacen frente a sus dificultades.

 

SOBRE EL CUIDAR

 

La cultura es el resultado del esfuerzo colectivo para dominar la naturaleza cuando sus fuerzas son hostiles y regular las relaciones de los seres humanos entre sí. Esa regulación conlleva realizar sacrificios, a veces difíciles, posponer deseos y privarse de algunos placeres para hacer posible la vida en común. Estas, digamos, renuncias se producen tanto en las relaciones sociales a gran escala como en los niveles grupales y en las relaciones individuales.

Lo que la cultura instaura es el cuidado como forma de convivencia, que viene regulada mediante las instituciones de diverso signo y especialización. La regulación y la garantía de la dispensación de los cuidados a quienes lo necesitan es una obligación, del Estado, de sus instituciones y de todos y cada uno de los sujetos. Esa es la ética del cuidado que es el fundamento de una ciudadanía que nos acoja a todos. El cuidado se encuentra necesariamente vinculado a la idea de vulnerabilidad y a su conciencia. Es esa conciencia la que nos lleva a tratarnos con consideración y esmero.

Su adquisición forma parte importante de los aprendizajes de la vida en común y sin ellos es imposible llevar a cabo una vida en bienestar y solidaria. Se inicia primeramente en la familia y continúa en los diversos ámbitos en los que se desarrolla la vida. Cuidar de sí y cuidar de los otros es imprescindible para el desarrollo del crecimiento individual y de la vida colectiva. Toda relación, para ser cuidadosa, ha de estar presidida por el reconocimiento y la aceptación del otro, sabiendo que ambos somos seres necesitados en algún momento de otro y que la condición de ser dador y receptor de cuidados es permanentemente variable. Ambas posiciones no son fijas ni completas. Para establecer una buena relación en el cuidado, quien cuida tiene que estar en disposición de recibir cuidados y salir, en algún modo, de su papel de cuidador para así evitar que el hecho de cuidar pueda ser sentido por cualquiera de ellos como instrumento para confirmar potencia e invulnerabilidad.  En la novela “Tokio blues” de Haruki Murakami hay una parte en la que narra la visita de un joven a su amiga que está en un modo de comunidad terapéutica singular tras el fracaso de diversos tratamientos.

Hay muchas personas que no se curan. Pero muchas otras, a quienes no les había funcionado otras terapias, aquí se recuperan y hacen vida normal. Lo mejor es la ayuda mutua. Como todos sabemos que somos imperfectos, intentamos ayudarnos los unos a los otros. Por desgracia, en otros lugares el médico es el médico y el paciente, el paciente. Aquí nos ayudamos los unos a los otros. Aquí todos somos iguales. Los pacientes, el personal de plantilla y también tú. Mientras estés aquí serás uno más, nosotros te ayudaremos y tú nos ayudarás a nosotros. Tú ayudarás a Naoko –su amiga-y  Naoko te ayudará a ti.

-¿Y qué debo hacer?

– En primer lugar, querer ayudar a las personas y pensar que tú también necesitas la ayuda de los demás. En segundo lugar, ser honesto. No mentir, no disfrazar la verdad, no amañar las cosas del modo que más te convenga. Nada más.

Yo creo que es una hermosa forma de expresar una posición que, en mi criterio, es imprescindible para una práctica profesional donde la diferencia de función no genere una verticalidad que pueda ser vivida como dominadora. Quien es cuidado siempre tiene algo que ofrecer a quien le cuida. Eso mismo es aplicable a otras relaciones como las que se producen en los procesos de aprendizaje en los que el placer de aprender solo es posible complementado con el de enseñar si ambos efectos son producidos por la posición de cada uno de los que intervienen.

Cuando la tarea de cuidar se profesionaliza, en cualquiera de sus muchas formas, es imprescindible que los profesionales eviten la constitución de unos roles fijos entre quien ofrece los cuidados y los recibe si quieren evitar el riesgo de la generación de un sentimiento de omnipotencia, de resentimiento hacia el otro o de dependencia de este.

De esa trilogía “cuidarse, cuidar, ser cuidado” lo dicho hasta aquí configura de modo breve, mi concepción del cuidado como valor importante de nuestra tarea.

 

SOBRE EL SER CUIDADO POR LA INSTITUCIÓN

 

Para los trabajadores, para los profesionales recibir cuidados en el desarrollo de sus tareas es un derecho que conlleva un deber para sus organizaciones. El primero y básico es generar condiciones para que la tarea pueda ser hecha de modo adecuado, con los menores costes personales para el trabajador.

Los profesionales dedicados al cuidado de los otros merecen y necesitan ser cuidados. Ese cuidado es una evidente obligación de las organizacionesen las que prestan sus servicios y al servicio de cuyos objetivos ponen su esfuerzo. Las instituciones para lograr sus objetivos deben contener las ansiedades que se producen en el entramado de vínculos de exigencia y responsabilidad; y sin embargo, generan ansiedades muy frecuentemente de tan alta intensidad que pueden dificultar el desarrollo de la tarea o, el desarrollo de esta a costes excesivamente altos para profesionales y usuarios. No es revelar ningún secreto contar las altos malestares, desencuentros y tensiones que se producen entre las diversas instancias de la organización y muy en especial, la ruptura entre quienes gestionan o dirigen y quienes gestionan la carga de la cotidianidad. Por eso, en mi criterio, para la organización cuidar a los profesionales es, ante todo, quererlos. Como decía Winnicot, para cuidar hay que sentir amor. Cuidar a los profesionales es tenerlos en cuenta, permitir y favorecer su implicación en los diseños, desarrollo y evaluación de sus acciones,  confiar en ellos, permitirles ser creativos y no quedar encorsetados en las cada vez más insoportables estrechuras de una gestión mecanicista y centrada en la dictadura de los números, los protocolos y las supuestas objetividades. Significa también reconocer las tensiones que genera la tarea y facilitar los remedios para hacerle frente, ofrecer condiciones laborales adecuadas, incluirles en los procesos de toma de decisiones, cuidar los espacios de atención o condiciones físicas, cuidar el ritmo y la variación de actividades. La articulación de las actividades preventivas y asistenciales es necesaria no solo para la población. También lo es para los profesionales que difícilmente pueden sostener ritmos de trabajo continuado y repetitivo sin caer en riesgos de estereotipia y sobrecarga. Es también cuidar de la imagen del equipo y servicio, toda vez que conocemos que también sobre esta descansa en alguna medida el narcisismo de sus miembros y el atractivo para los usuarios. Concretar y definir realistamente los objetivos. Retornarles con rapidez los datos asistenciales o de aquellos referidos a su trabajo. Cuidar de transmitir con fidelidad y rigor las informaciones pertinentes.Favorecer la formación continuada y los espacios de apoyo a la tarea grupal, etc.

Yo pienso la institución al modo en que Winnicot pensaba la función de la madre, como holding y sostenedora. La institución debe brindar un soporte adecuado para que los profesionales consigan el mayor desarrollo personal y la consecución de los fines de la organización. Estas dos realizaciones no tienen por qué ser planteadas como contradictorias. La falla de dicha función contenedora condiciona y/o sobredetermina el resultado de las acciones.

Hay instituciones incapaces de interpretar o entender las necesidades de sus profesionales o que las viven como ataques de estos. Ello provoca un sentimiento de abandono y desvalimiento que repercute en aquellos y, muchas veces, en la relación con el usuario.

La Institución es un sistema de vínculos en los cuales el sujeto es parte constituida y parte constituyente. Quiero decir que la institución no es algo ajena a nosotros sino que cada uno tiene una parte de sí comprometida en las instituciones de las que forma parte. La cantidad y calidad de esos compromisos marca el tipo de relación de cada uno con sus instituciones. Esa relación, en forma de vínculo, tiene como extremos un exceso de depositaciones o una insuficiencia de las mismas. El sujeto que no coloca parte de sí suficiente en la institución no puede generar pertenencia, ni responsabilizarse en quehaceres comunes. Por el contrario aquel que tiene un exceso de sí comprometido está especialmente dependiente de ella y por lo tanto cualquier cambio puede vivirlo como amenazante. En realidad esta cuestión no deja de ser una dimensión de la dialéctica instituyente/instituido a través de la cual pueden ser explicados los movimientos institucionales y sus producciones. El desarrollo de las tareas, en especial en campos complejos como son la salud, la educación, el trabajo social atravesados por un alto número de variables y subjetividades conlleva la aparición de tensiones, malestares y desencuentros entre los sujetos que forman parte de las mismas. Para afrontar esos malestares la institución debe ofrecer soportes, debe ofrecer cuidados que tengan como efecto aminorar los riesgos de ansiedades y contenerlas; de no hacerlo aumenta el sufrimiento y puede obstaculizar el éxito en el desarrollo de la tarea. Si bien ciertos malestares son propios del desarrollo de un trabajo que pone muchos factores en juego, podemos hablar de un malestar sobrante para definir aquel que viene sobredeterminado por la inadecuadas condiciones que ofrece la institución. Esta muchas veces, en términos de Iván Illich en Las profesiones inhabilitantes, se vuelve contraproductiva y genera lo opuesto a aquello para lo que originariamente estaba creada: el sistema sanitario  puede enfermar en vez de curar, los servicios sociales crear incapacidad en vez de autonomía, la escuela puede atolondrar o adiestrar en vez de educar, etc.

El malestar no contenido en los profesionales puede conllevar un empobrecimiento en la vida laboral, desmotivación, desinterés, fatiga excesiva, impotencia, aislamiento, evitación o retraimiento en las tareas y espacios grupales, etc. Las instituciones que cuidan a sus miembros tienen mayores posibilidades de ver cumplidos sus objetivos y al contrario. Pueden, asimismo,  favorecer el crecimiento personal o inhibirlo.

Una organización es suficientemente buena cuando es capaz de incorporar altas dosis de ingredientes utópicos en su ideario ya que la ausencia de ellos provoca, tarde o temprano, una situación de conflicto entre la vocación de servicio presente en la elección profesional  y los objetivos de eficiencia por la prestación del servicio.

Para ello es especialmente importante una política de atención a los profesionales que sea abierta, que incentive la innovación y el esfuerzo y que emplee recursos de apoyo, los necesarios para que  puedan realizar sus tareas en condiciones adecuadas y sintiéndose contenidos por la propia organización para poder, así, contener las ansiedades de sus usuarios. Al igual que hay instituciones cerradas y abiertas, en tanto actitud mental, también pueden ser cuidadoras o descuidadoras. Los profesionales y más cuando se embarcan en prácticas nuevas y de importantes intercambios con su entorno como las prácticas en salud (mental) comunitaria, necesitan mayor apoyo para realizar su tarea de modo adecuado. Hay maneras más que conocidas de organizar esos apoyos, como son la formación continuada y la supervisión.

 

SOBRE CUIDAR DE SÍ COMO EXIGENCIA ÉTICA

 

Pero el cuidado exigible a la organización no exime a los profesionales de la obligación de cuidar de sí, de cuidarse. Cuidar de sí mismo es una exigencia ética. Para Foucault, el cuidado de sí es una práctica permanente de toda la vida que tiende a asegurar el ejercicio continuo de la libertad; la finalidad de esta práctica es precisamente la libertad. En “La ética del cuidado de sí como práctica de la libertad”, afirma que: el cuidado de sí es ético en sí mismo; pero implica relaciones complejas con los otros, en la medida que este ethosde la libertad es también una manera de cuidar de los otros. El cuidado de sí expresa una actitud consigo mismo, pero también con los otros, con los otros y con el mundo.

El cuidado de sí es el conjunto de acciones mediante las cuales el sujeto establece cierta relación consigo mismo y a través de ella se constituye en sujeto de sus propias acciones y, por ende, responsable de las mismas. Implica y conlleva un conocimiento de sí

Este cuidar de sí como exigencia ética , acompañado de cuidar del otro en tanto tarea profesional y el derecho de recibir cuidados implica asumir diversos niveles de responsabilidad en relación con lo que sucede en el espacio institucional. Esa práctica de la libertad es asimismo una práctica de la responsabilidad en alguna medida de lo que sucede y se produce en su entorno.

En tanto la institución es también un lugar de depositación de realizaciones  conviene señalar algunas precauciones a tener en cuenta en la realización de la tarea y que, en mi criterio, forman parte del cuidar de sí.

1.- Tener cautela frente a la fascinación que la tarea y la institución genera. Fascinación que podemos describir como idealización del objeto y que lleva aparejado el riesgo de caer en lo ilusorio. El destino del objeto idealizado es devenir en la más estrepitosas de las frustraciones  hacia la que es arrastrado el idealizador y lo idealizado.  Se mueve en el orden del todo o la nada. Cuando eso ocurre el tinte de la relación con las institución o con el objeto de trabajo es de decepción recíproca.La expectativa desmesurada de realización personal a esperar de la institución lleva a un sufrimiento intenso y, con frecuencia, a la instauración de una queja lamento que, de no dar el paso a una queja que llamo reclamo, sea una fuente de fatiga y de resistencias al cambio.

2.- Conviene también cuidarse ante los sentimientos de omnipotencia que pueden llevar al desajuste entre los objetivos que nos marcamos y las posibilidades y límites que establece el marco en que se desenvuelve nuestro trabajo, las características del usuario y las nuestras propias.

3.- Asimismo realismo en el reconocimiento de las dificultades propias de la tarea de manera que su constatación no lleve a una decepción que paralice, busque culpables o genere un sentimiento de fracaso personal. Como señala Azucena Couceiro desde que la medicina se hizo técnica, la sociedad espera del médico la curación de las enfermedades y todo lo que no es curable se vive como un fracaso personal  o como una responsabilidad del paciente. Hace un tiempo en un espacio grupal oí comentar la incomodidad que sentían ante el alta de un paciente ingresado en una unidad, razonada en que este, con un diagnóstico de depresión mayor “no ponía de su parte”.

4.- Creo que sería bueno renunciar al poder que se nos atribuye en tanto supuestos expertos; sostener una ficción de potencia implica una sobreexigencia dañante, quita libertad y limita el ejercicio de las capacidades del otro. A este respecto conviene tener en cuenta las consideraciones de Byung Chul-Han  cuando describe que el “no poder poder” está en el origen de muchos malestares y sufrimientos actuales.

5.- Huir de un saber arrogante, reconocer las limitaciones del mismo y reconocer el saber del sujeto sobre sí. El paciente/usuario no es el problema sino la solución. Para ello el camino es cooperar, reconocerle y compartir. Ello significa moverse en una ética de la ignorancia y reconocer que esta es la condición para el aprender. Y que el encuentro con el otro es una búsqueda y no un espacio de demostración de un saber previo.

6.- Cuidar de sí también pasa por cuidar del propio equipo y del espacio grupal. El equipo es necesario para asegurar un cuidado global al usuario pero también es un lugar de contención de ansiedades. El descuido de los profesionales entre sí es en muchas ocasiones impresionante. También lo es el frecuentemente insuficiente atractivo de los espacios grupales, muchas veces evitados.

En el equipo se produce una situación paradójica: siendo un espacio que debe contener ansiedades muchas veces las genera. En mi experiencia el malestar que viene del igual es más intenso, más dañino que el que procede del usuario o de la realización de la tarea.

Así, no es difícil observar el insuficiente aprovechamiento de espacios grupales tales como la coordinación, las sesiones clínicas u otros espacios. Las rivalidades, verticalidades, predominio de estatus, competitividades , etc. echan por tierra las posibilidades de construir espacio de colaboración tranquilizadora. Esta situación demasiado frecuente me parece muy preocupante e implica un “distrato” cuando no un claro maltrato entre los miembros del equipo. Porque cada uno de los profesionales y los equipos no pueden solo esperar los cuidados del exterior, también han de saber cuidarse, cuidar de su espacio y tiempo grupal, cuidar de que sus normales tensiones no sobrepasen el marco de quietud necesario para trabajar. El buen funcionamiento del equipo hace que la sobredeterminación que pueden ejercer las diversas variables institucionales y/u organizativas sobre la tarea y sobre ellos mismos sean menores. Quiero decir que el buen clima grupal, la cooperación entre sus miembros es una forma de protección frente a la dureza de la tarea y a los déficits de la organización.

El cuidado y el conocimiento de sí mismo facilita la puesta en juego de las habilidades necesarias para el trabajo. Por eso, la experiencia del propio proceso terapéutico es siempre útil y muchas veces imprescindible.

Lo mismo hay que decir de la formación. Yo creo que una formación inadecuada es uno de los mayores riesgos de los profesionales y los equipos. Sin un marco conceptual al que referir tanto lo que sucede, como las propuestas de atención, cada nueva situación puede conllevar un alto potencial desorganizante. Sin la teoría que sostiene, solo es posible una práctica voluntariosa o del sentido común, muy necesario pero insuficiente. Pero también hay una patología del saber cuyo más grave síntoma sería la utilización del mismo como instrumento de poder y dominación que llevaría a una práctica desubjetivada, prepotente y soberbia. La formación como parte del cuidado de sí implica también la relación con el otro en la medida en que, para cuidar bien de sí y para aprender, entendiendo por tal un proceso permanente, hay que escuchar las lecciones, saberes y vivencias de otros. Para ello hace falta considerar que no hay un saber completo ni que complete y que la búsqueda que surge de la consideración de un saber  no cerrado es una condición para aprender y producir cambios en uno y en el contexto. Es desde ahí que podemos decir que también en el cuidar de sí, el otro está siempre presente.

Esa experiencia de un otro que acompaña, es una de las características de una tarea a la que llamamos supervisión y que, en mi criterio, forma parte de la experiencia de cuidarse y ser cuidado. Entendemos por tal la creación de un espacio en que un profesional externo a la institución coopera con un sujeto o grupo en la mejora de las condiciones en que se desarrollan sus prácticas. Una condición básica para la realización de ese cometido es el factor de externidad y no pertenencia a la institución en su cotidianidad. Es un espacio de cuidado de los profesionales en el desarrollo de su tarea y del que cabe esperar efectos sobre la elaboración de las ansiedades que esta puede generar y de aprendizaje acerca de aquello de lo que se trata en tal espacio. Dichos efectos proceden de las interacciones entre aquellos que intervienen y aquel, el supervisor, que en función de co-pensor, aporta una mirada complementaria y facilita la siempre importante función de tercero ante situaciones que pudieran quedar atrapadas en situaciones dilemáticas, articulando las diversas dimensiones que intervienen en la tarea: individual, grupal, institucional. La condición de externidad facilita una visión y un pensar desde otro lugar con lo que la aportación del supervisor no es en más saber, sino en un saber distinto y complementario y que relanza la reflexión sobre las condiciones necesarias para una práctica transformadora y los efectos favorecedores o dificultadores que tienen las condiciones individuales, grupales e institucionales.

Lo que permite intervenir al supervisor es el acuerdo de los participantes en sostener un espacio en el que se garantice la escucha, la palabra y el ejercicio de la diversidad y la diferencia.

Yo creo que el gran efecto de la supervisión es la construcción colectiva de un saber compartido; pero no solo un saber sobre el sujeto o el objeto de trabajo sino un saber sobre sí mismos. Un saber también sobre aquellos malestares, más o menos intensos. Y la construcción de un saber que es nómada por efecto de la circulación entre los miembros del equipo de los saberes originarios de cada disciplina, transformados por la interacción creativa entre ellos.

El reto al que nos enfrentamos es el alejamiento de los absolutos y las certezas, el desafío de una práctica que cuide la cotidianidad, que confíe en la experimentación y la búsqueda las posibilidades de pensar y huir de los riesgos de repetición y negatividad a que nos puede llevar estar confrontados a situaciones de tan alto sufrimiento de las personas a quienes atendemos; ello es en muchas ocasiones efecto de complejas e injustas situaciones sociales  cuya denuncia debería ser parte de nuestra función para evitar la colonización psiquiátrica de la vida, en expresión de Iván de la Mata y Alberto Ortiz, así como los efectos alienantes de algunas prácticas. Cuidar de sí mismo y de los otros, exigir de las instituciones las condiciones y los cuidados necesarios para el desarrollo de la tarea es condición para la generación de prácticas que buscan como efectos disminuir el sufrimiento humano y colaborar con  sujetos y grupos en el desarrollo y la recuperación de sus derechos, su libertad y autonomía, así como la participación en la construcción de una comunidad que cuida.

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