En los últimos años se han dado a conocer, a través de distintas investigaciones, algunas limitaciones, engaños y perjuicios asociados a los antidepresivos. Sin embargo, es inquietante que el impacto de esta información haya sido tan débil que no haya podido reducir siquiera este consumo desaforado.
Hace unos días, la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios publicó un informe sobre la utilización de antidepresivos en España durante el periodo 2000-2013. Los resultados son alarmantes: en este periodo de tiempo se ha triplicado el consumo de antidepresivos en nuestro país. No hay una explicación “médica” que justifique este dato, por mucho que los autores del informe hablen de una posible mayor incidencia de los trastornos del estado de ánimo, la mayor detección diagnóstica por los médicos de atención primaria o la extensión de las indicaciones terapéuticas autorizadas para estos medicamentos. Tampoco hay una respuesta simple que dé cuenta de este incremento que, por otra parte, no es exclusivo de España, aunque sí que estamos por encima de la media de la Unión Europea.
Sabemos que este incremento desmedido en la prescripción y consumo de antidepresivos (y antipsicóticos y derivados anfetamínicos, pero también estatinas, omeprazoles, antiinflamatorios, etc.) forma parte del complejo fenómeno de la medicalización de la vida que está alcanzando cotas insospechadas y que está exponiendo a los ciudadanos a perjuicios que tienden a minimizarse por todos los agentes que participan en ello. Como nos cuentan Juan Gérvas y Mercedes Pérez Fernández en su libro “Sano y salvo y libre de intervenciones médicas innecesarias”, la industria farmacéutica, médicos, medios de comunicación y la Administración participan de una colusión de intereses que, en el contexto de una sociedad actual marcada por la competitividad, el individualismo y el crecimiento desaforado, favorece la mercantilización de una salud y un bienestar inalcanzables. Los antidepresivos, en estas circunstancias, se están convirtiendo en uno de los estandartes de esta nueva forma consumista, ilimitada y peligrosa de entender los cuidados sanitarios.
El conocimiento que hemos tenido de los antidepresivos siempre ha estado sesgado porque los ensayos clínicos aleatorizados (ECA) que se realizan con estas moléculas corren a cargo de las compañías farmacéuticas que las venden. Ellas son las propietarias de los datos por lo que pueden analizarlos como lo deseen y no publicar aquellos que no les convengan. A pesar de ello, finalmente se han hecho metaanálisis con los ECA no publicados y se ha demostrado que la eficacia de los antidepresivos no es superior al placebo en síndromes depresivos leves y moderados, que son los que acaparan cuantitativamente la gran mayoría del consumo. También sabemos más sobre sus efectos secundarios y, por ejemplo, en poblaciones vulnerables como los mayores, el uso de antidepresivos provoca más muertes, enfermedades cardiovasculares, fracturas, epilepsias, etc. y esa morbimortalidad está asociada, precisamente, al empleo de novedades terapéuticas, posiblemente porque se utilizan a dosis más elevadas ya que se consideran más “inocuas”.
Peter Gøtzsche nos cuenta que la industria farmacéutica, como la mafia, es una organización criminal que mediante la corrupción, el chantaje, el falseamiento de datos y demás actividades delictivas, logra facturar cantidades astronómicas de dinero y mata a centenas de miles de ciudadanos anualmente con su actividad. Evidentemente, no podemos considerar, en estas circunstancias, que estas compañías moderen voluntariamente su negocio. Pero sí cabe esperar una respuesta más comprometida y contundente desde los profesionales, sus asociaciones, medios de comunicación, de los políticos y técnicos de la Administración y desde la propia ciudadanía para desenmascarar este fraude que daña a las personas y compromete la viabilidad del Sistema Nacional de Salud.