Hemos leído: El mito del autismo

[Texto incluido en el boletín nº 36 de la AMSM]

El mito del autismo, de Sami Timimi

Carlos Jordán

The Myth of Autism. Medicalising Men’s And Boys’ Social and Emotional Competence

Sami Timimi, Neil Gardner and Brian McCabe

Palgrave Macmillan, 2010

Después de analizar en obras anteriores el comportamiento antisocial y el TDAH, el psiquiatra británico Sami Timimi, especialista en infancia y adolescencia, se une a Neil Gardner (informático y activista político) y Brian McCabe (trabajador social), ambos diagnosticados dentro del espectro autista en algún momento de sus vidas, para ofrecernos una visión alternativa a la aparentemente bien fundamentada hipótesis orgánica del Síndrome del Espectro Autista.

Aunque el término “biopsicosocial” se encuentra muy extendido en el ámbito de la salud mental, pocas veces la parte final de la ecuación es analizada con detenimiento. Parece que con no negar la influencia del ambiente –sea este lo que fuere- en la determinación de la vida de las personas, se obtiene el salvoconducto para centrarse en lo bio o en una vertiente individualista de lo psico. Leemos una exposición descaradamente organicista sobre lo que pueda ser una enfermedad mental (e.g. esquizofrenia) y aparecerá en algún momento una coletilla del tipo “pero es innegable la influencia del ambiente para que la enfermedad se desarrolle” como una forma de sello de los tiempos aun cuando, en la práctica, lo que se pretende es centrar el discurso en lo biológico. En la vertiente psico, partiendo de la contemporánea y deshumanizante “metáfora del ordenador”, nos encontramos con toda suerte de análisis acerca de los errores que puede cometer un humano-máquina en el procesamiento de la información. Estos errores pueden conducir de vuelta al organismo, ahora bioteorizado como hardware, o permanecer en el pantanoso terreno de la mente como el resultado de la distorsión en el análisis de una realidad externa que no se cuestiona. Se trata de ver la realidad con otros ojos.

En este contexto cultural, en el que se nombra lo social para negarlo y la flexibilidad para declarar inamovible el marco sociopolítico, un contexto en el que, además, se pretende investir el discurso con el rigor de la ciencia natural, los autores encuentran un sombrío panorama donde lo científico se convierte en ideológico. Con su obra pretenden demostrar que éste es el caso del autismo, paradigma de supuesta enfermedad mental con base orgánica. Tras desmontar la literatura al respecto, concluyen sin ambages: “Es nuestra convicción que el autismo se ha convertido en una metáfora que engloba un conjunto muy diverso de conductas que sugieren la ausencia de las competencias sociales y emocionales necesarias para poder adaptarse a sociedades regidas por principios sociopolíticos neoliberales. Que este supuesto déficit sea una enfermedad mental supone una comunión tal entre el poder político-económico y la psiquiatría difícil de contemplar fuera de los regímenes totalitarios. El deseo de controlar, reconducir o incluso hacer desaparecer conductas que se apartaban de una cada vez más estrecha concepción de la normalidad ha perseguido a la psiquiatría a lo largo de la historia. El querer incluir a los solitarios en el extremo moderado del espectro autista debe hacer que nos preguntemos si estar solo, ser torpe o simplemente vergonzoso lleva camino de convertirse en una enfermedad que debe ser tratada”.

Para alcanzar esta aseveración, los autores llevan a cabo un minucioso recorrido empezando por una crítica conceptual. ¿Cómo se pasa del autismo inscrito en la experiencia esquizofrénica tal como lo describió Bleuler (1911) –distanciamiento de la realidad con predominio absoluto de la experiencia interna- al Síndrome del Espectro Autista de Lorna Wing? El proceso consiste, grosso modo, en mezclar las “alteraciones autistas del contacto afectivo” de Kanner (muestra de niños de familias acomodadas, un alto porcentaje con bajo CI, edad de comienzo como diferencia de la esquizofrenia en la infancia) con la “psicopatía autista de la infancia” de Asperger (niños institucionalizados, sin problemas cognitivos, sin retraso del lenguaje); eliminar cualquier alusión a las psicosis infantiles1, y añadir quién sabe qué intereses personales (la doctora Wing era madre de un niño autista y es cofundadora junto con otros padres de la Sociedad Autista Nacional en el Reino Unido). Además del confuso principio, las continúas remodelaciones de sus fronteras nos hablan de la debilidad del autismo como constructo.

En cuanto a la investigación, no parece extrañar que, partiendo de un concepto tan lábil, los trabajos adolezcan de la misma debilidad. Nos encontramos con trabajos inconsistentes, de metodología cuestionable (atención a la enmienda a la totalidad de la investigación con gemelos), cuando no con abiertos fraudes que acabaron en los tribunales.

Como ejemplo de esto último, los autores relatan el caso del pediatra sueco Leif Ellinder, quien volvía a su país en 1995 tras varios años trabajando en el extranjero. A su regreso, se sorprendió del incremento de los diagnósticos neuropsiquiátricos en niños y del consiguiente uso de psicofámacos, y de que el número de alumnos con necesidades especiales de educación se hubiera doblado. No creía apropiado que un cuestionario rellenado por padres y profesores fuera un procedimiento adecuado para el diagnóstico de una supuesta disfunción cerebral hereditaria. Por entonces, en Suecia, el profesor de psiquiatría infantil Christopher Gillberg se había convertido en un poderoso valedor de los trastornos neurpsiquiátricos, llegando a afirmar, con gran publicidad en los medios de comunicación, que alrededor del 10 por ciento de los niños suecos padecían disfunciones cerebrales crónicas que necesitaban ser diagnosticadas (Síndrome del Espectro Autista, TDAH o una categoría de su invención, el Déficit de Atención, Perceptivo y del Control Motor). En 1998, el doctor Ellinder presentó una revisión de la evidencia en la que se apoyaba esta novedosa práctica. A pesar de la persecución a la que fue sometido, con amenazas a familiares y acusaciones de pertenencia a la cienciología incluidas, Ellinder continuó su trabajo. En 2002, con el apoyo de la socióloga Eva Karfve, creyó encontrar irregularidades en los datos de la investigación del grupo de Gillberg: una pequeña muestra de niños venía siendo usada una y otra vez en sucesivos trabajos entre los que se encontraba la tesis doctoral de su esposa. Ellinder pidió los datos en bruto, pero Gillberg se negó a entregarlos; Ellinder los solicito por vía judicial y Gillberg… ¡los destruyó apelando a la confidencialidad de los participantes! En el 2005, Gillberg y el decano de su facultad fueron condenados por estos hechos en el jugado de distrito de Gothenberg. Una pena de suspensión, multa y costas no impidió que mantuviera su puesto en la universidad y siguiera siendo un conferenciante destacado en el circuito internacional.

¿Por qué un concepto carente de validez cuyo sustento empírico es más que cuestionable no solo se consolida entre la comunidad científica sino que se aplica de forma epidémica en los últimos años? Es aquí donde el texto cobra toda su fuerza apelando al ámbito de lo social, no en la forma estereotipada (¿autista?) que mencionamos arriba, sino con profundidad: “cuando unos fundamentos científicos pobres son tomados por hechos indiscutibles, es debido a que las conclusiones a las que conducen se ubican confortablemente entre los valores y creencias de la sociedad en la que se han desarrollado”. En esta sentencia se encuentra la clave de bóveda para entender una de las trampas más habituales del mundo actual. La feliz confluencia de la invención de un constructo cultural con los intereses político-económicos imperantes dan como resultado una supuesta verdad científica machaconamente proclamada. Solo así se puede entender que accedan a los mass media e incluso al estrellato individuos como el mencionado Gillberg. ¿De qué forma, entonces, confluyen los intereses de la Academia con los del mercado en el Síndrome del Espectro Autista, más allá de los intereses de la industria farmacéutica2? En la parte más original del libro, los autores describen de qué forma en una economía como la occidental, basada en los servicios, las necesidades son bien distintas a las de una economía manufacturera o industrial: “En una economía de servicios, la falta de habilidades sociales en el puesto de trabajo son vistas como un riesgo económico. La necesidad de inculcar tempranamente “competencia social” e “inteligencia emocional” (en una versión superficial y manipuladora, como exponen en otro apartado) se convierte en una preocupación y motivo de intervención de las clases gobernantes… El estado no puede confiar en que estos aprendizajes se produzcan en el seno familiar –en cualquier caso, los padres son necesarios en su puesto de trabajo- por lo tanto, la crianza de los niños es cada vez más la finalidad de un verdadero ejército de profesionales actuando en nombre del estado”. Un corolario de esta situación para los autores es el sesgo de género de la enfermedad mental en la infancia, pues encuentran a los pequeños varones menos capacitados biológicamente para funcionar en el mundo de la apariencia y la falsa seducción del mercado capitalista neoliberal. Si la fuerza era la cualidad más destacable del trabajador fabril hasta poco después de la Segunda Guerra Mundial, una fuerza que se extendía a las agrupaciones obreras, hoy el valor al alza es la seducción, la herramienta con la que vender más productos a más personas. Los niños, biológicamente lastrados en este terreno, son reconducidos en el ámbito escolar. Aquel que no consigue dominarse, pasa al siguiente nivel de reconvención mediante el diagnóstico psiquiátrico. Esta lectura de género supone la inmolación de un porcentaje cada vez más elevado de niños en el altar de la ideología del mercado disfrazada de ciencia

En la parte final del libro, con consciencia de no contar nada nuevo, los autores insisten en recordar los miserables caminos que el ser humano recorrió, de la mano de la ciencia, desde el auge de la eugenesia en los EUA hasta el holocausto nazi. ¿Qué mejor forma de erradicar la enfermedad mental, la violencia, la discapacidad intelectual si todo se encuentra fundamentado en la biología? La esterilización, el confinamiento y las leyes prohibiendo el matrimonio de los enfermos mentales fueron práctica generalizada en los estados de la Unión a principios del siglo XX. En 1933, tras la llegada de Hitler al poder, se aprobó una ley sobre esterilización de los enfermos mentales inspirada en la experiencia norteamericana. Algunos se preguntaban, ¿por qué no ir un poco más allá?, como el francés Alexis Carrel, premio Nobel de Fisiología y Medicina por los avances en sutura vascular, quien se preguntaba en el Instituto Rockefeller para la Investigación Médica en 1935 por qué las sociedades se empeñaban en preservar seres humanos inútiles y potencialmente peligrosos, por lo que sugería que se dispusiera de los delincuentes y de los locos de una forma humana y económica, en pequeñas instituciones dedicadas a la eutanasia proporcionándoles “gases adecuados”. El asesinato de enfermos mentales en la Alemania nazi, dirigido por médicos, comenzó en enero de 1940.

Agitar el horror nazi parecería superfluo si no fuera porque los autores lo enlazan, por un lado, con la medicalización de rasgos de personalidad o de comportamientos que se alejan de la norma social y, por otro, con el renacimiento de la eugenesia al calor de la genética. Asusta el leer a otro premio Nobel, Watson (sí, el de la doble hélice): “…Algunos de nosotros ya sabemos lo que supone ser tachado de eugenista. Pero este es un pequeño precio a pagar si conseguimos paliar la injusticia genética. Si a este trabajo le llamamos eugenesia, entonces, soy un eugenista”. Afirman Timimi y sus compañeros que Watson, en su libro DNA: The secret of life (2003), “ignora cualquier discusión acerca de lo que pueda hacer a una persona más valiosa o importante y se muestra ansioso por que exploremos cómo la biotecnología podría eliminar la ‘enfermedad mental’, ‘la violencia’ o ‘las dificultades de aprendizaje’… cometiendo los mismos errores filosóficos que inspiraron a los primeros eugenistas”. Watson se defiende apelando a que, entonces, no había justificación científica suficiente que apoyara tales prácticas. Después de leer The myth of autism y aunque los autores no citan al paidopsiquiatra británico, consideramos que las palabras de Winnicott (1966), pertenecientes a la reseña de un libro sobre autismo de la época, siguen vigentes: “Conocí la formulación de Kanner acerca del autismo tras una larga experiencia con la psicosis infantil, y nunca vi con claridad los motivos por los cuales debía separarse teóricamente este grupo del tema total de la esquizofrenia en la infancia. …se presume que las herramientas de investigación no son aún lo bastante sensibles y que, con el correr del tiempo, el síndrome en su totalidad podría ser explicado sobre la base de una disfunción física… Mientras se refinan los métodos, es indispensable que otros profesionales estudien en sus menores detalles las primeras etapas del establecimiento de la personalidad”. Para muchos, ese refinamiento ya ha llegado. Sin embargo, aunque genética y neuroimagen son, nadie lo pone en duda, dos campos de singulares avances científicos y tecnológicos, la psiquiatría debe hacerse muchas preguntas antes de lanzarse a buscar una justificación biológica a sus categorías diagnósticas.

1 Los autores rescatan un interesante artículo cuya omisión en algunas bibliografías consideran interesada. Se trata de Psychosis in Childhood, de Mildred Creak (1951).

2 Si la existencia del TDAH se puede atribuir al uso del metilfenidato, no cabe descartar que el auge de los estudios epidemiológicos en autismo, corrigiendo sistemáticamente al alza las cifras, tenga que ver con el cercano lanzamiento de algún fármaco. En junio de 2013, la compañía Seaside ha abandonado el estudio de Arbaclofén en el tratamiento del síndrome de X-frágil y del autismo. Es un caso algo extraño. El laboratorio perdió el apoyo del gigante Roche cuando el estudio se encontraba muy avanzado. Los padres de los participantes, a quienes se les dejará de suministrar el fármaco experimental, relatan con amargura en la prensa el “milagro” que supuso la utilización del medicamento. Se puede consultar este artículo del New York Times al respecto: http://www.nytimes.com/2013/06/07/business/an-experimental-drugs-bitter-end.html?pagewanted=all&_r=1&

This entry was posted in Boletines, Contenidos, Hemos leído. Bookmark the permalink.

Leave a comment