HEMOS ESTADO…Seminario “COVID-19 y Salud Mental”. UIMP. Boletín N47. Invierno 2021

Mikel Munarriz

Salud mental y COVID-19: Desde otros ángulos. Resumen de un seminario. Mikel Munarriz Ferrandis y Marta Carmona Osorio (coord.)

El resumen, la selección y la redacción final son responsabilidad exclusiva de sus coordinadores. Las intervenciones de los y las ponentes pueden seguirse completas en   los siguientes enlaces que están disponibles en abierto en el canal de la UIMP (uimp.tv)

https://www.uimptv.es/video-3441_covid-19-y-salud-mental-ii.html

https://www.uimptv.es/video-3442_covid-19-y-salud-mental-iii.html

https://www.uimptv.es/video-3443_covid-19-y-salud-mental-iv.html

 

Introducción

Aunque breve y preciso, el título “Salud Mental y COVID-19” puede ser interpretado de diferentes formas. Una visión reduccionista se centraría en describir lo que se sabe sobre cómo la infección del virus sobre el organismo afecta al dominio conceptual que abarcan las enfermedades mentales.

No es esa la intención de este texto. Entendemos la COVID-19 como una pandemia, como un problema colectivo que se instala en la sociedad. Y la salud mental como la confluencia de muchos factores que influyen en su mantenimiento, en su promoción, en su recuperación o en su ruina.

Para ello resumimos una parte de las aportaciones de un seminario sobre el tema celebrado en agosto.

La perspectiva que proponemos es inabarcable. Más aún cuando, ni en el momento de celebrar el seminario ni en el momento de redactar estas líneas, la pandemia se ha dado por erradicada y las previsiones iniciales ya están desbancadas por los hechos.

Por eso es necesario hacer una selección.

Un simple repaso a las emociones que hemos vivido en los últimos meses, desde la subjetividad de cada persona, es la mejor manera de entender la complejidad del empeño.

¿Cómo nos hemos guiado entonces? En primer lugar, hemos querido huir de una posición de falso saber. A lo largo de estos meses, era frecuente ver en los medios de comunicación a profesionales de la salud mental opinando y aconsejando sobre cualquier aspecto de la cotidianeidad o la excepcionalidad de la pandemia. Pretender tener un conocimiento riguroso a día de hoy, sería fraudulento. Como escribíamos en el pronunciamiento que hicimos desde la AEN, vamos a evitar constituirnos tanto en filósofos del subjuntivo, como en profetas apresurados, interesados o apocalípticos.

Pero sí que sabemos cosas y sí que podemos poner sobre la mesa aportaciones.

Hay tres aspectos que pensamos que han de sustentar cualquier reflexión sobre la Salud Mental, dentro de esa perspectiva amplia de la que hablamos.

Una muy clara es que no es posible elaborar un discurso sobre el sufrimiento psíquico sin contar con la experiencia vivida en primera persona, por los ciudadanos y ciudadanas con quienes trabajamos y a quienes acompañamos. En primer lugar, es una cuestión ética, un derecho de quienes no pueden ser ya más tenidos como objetos. Pero también es la única forma segura de avanzar en una forma de ciencia participativa en la que deberían convertirse las disciplinas de la Salud Mental.

Íntimamente relacionado con esto, es el extremo cuidado por no vulnerar los derechos humanos. El conflicto entre la coerción y la emancipación está en la esencia de la Psiquiatría y sólo un fuerte anclaje en los derechos humanos fundamentales, nos permitirá soslayarlo decentemente. En este sentido, para nosotras y parafraseando a Fernando Santos Urbaneja, los y las juristas son también profesionales de la Salud Mental y que a nadie le extrañe que estén presentes en este curso.

Hemos enfatizado también la importancia de lo social en un sentido también amplio. Tanto en el impacto de la determinación social en los efectos sobre la salud (y no solo mental) de la irrupción del coronavirus en nuestras vidas, como en la manera en que determinadas dinámicas, determinados ejes de opresión y emancipación dañan o ayudan. Y también a la hora de entender cómo se construyen las emociones en sus contextos históricos y sociales. Aquí nos ayuda mucho la visión de los historiadores, que hemos incorporado desde el principio.

La atención a la Salud Mental se sostiene en una multitud de encuentros, que queremos cada vez más próximos a los lugares de vida y sufrimiento, más diversificados y más integrados en las comunidades, cercanos y presenciales. Todo esto nos va a tocar reinventarlo. Va a ser muy complicado y tendremos que huir de las soluciones simplistas que acaban convirtiéndose en nuevas instituciones.

Como iremos descubriendo, esta crisis ha enfatizado aspectos que ya sabíamos, nos ha alertado sobre otros, y nos ha sorprendido al descubrir tanto lo que ha aguantado bien, como lo que se ha quebrado. Nos ha hecho a todos y todas entender que la vulnerabilidad esta ligada a la condición humana y no es una cosa de los otros.

Antecedentes

La aparición de la pandemia en nuestras comunidades nos ha sorprendido sin antecedentes cercanos, tanto temporal como conceptualmente. No existía un conocimiento asentado y generalizable acerca de las interacciones entre la pandemia y la salud mental. Los datos recogidos en las primeras revisiones, urgentes y apresuradas, se referían a situaciones que eran de dimensiones y características muy diferentes a las que se están viviendo.

Por otro lado, la metáfora de la crisis matrioshka complica más aún la búsqueda de antecedentes o referentes. En efecto, como ocurre con las muñequitas rusas, el binomio salud mental-COVID-19 se incluye en una sucesión de muñecas que contienen y son contenidas. Se inserta en una crisis de los sistemas sanitarios, encerrada en una crisis del estado del bienestar y un incremento de las desigualdades, destructora del equilibrio entre equidad y reconocimiento, entre producir y cuidar, que a su vez proviene de decenios de políticas neoliberales, que tampoco son ajenas a la catástrofe medioambiental que facilita que una secuencia diminuta de material genético contagioso lo desbarate todo.

En el terreno estricto de la Salud Mental, la pandemia aparece en un momento en el que se vislumbra un cambio de paradigma o, al menos, de agotamiento del núcleo del paradigma vigente desde el último cuarto del siglo XX. Sin que quede claro aún si los acontecimientos van a llevar a su blindaje o a su transformación.

Una pandemia desconocida e incierta se combina con una teoría y una práctica de la Salud Mental poco preparada para el reto, sustantivamente compleja y en un periodo de cambio. Con estas condiciones, el programa del seminario ha de ser abierto y amplio de miras, curioso y ávido de conocimiento y modesto y creativo en sus propuestas.

Estructura.

El seminario se divide en conferencias y mesas redondas que se dispusieron a lo largo de dos días en al Palacio de la Magdalena, sede de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo. En este artículo se hará un primer resumen, apresurado, de las tres primeras, que podríamos denominar una perspectiva de Salud Mental no sanitaria. Hecha desde el centro del problema, pero no desde el sistema asistencial ni sus profesionales. Incluye las ponencias de la primera jornada que son:

La cultura emocional de la pandemia. Una mirada histórica

Enric Novella Gaya

Profesor Titular de Historia de la Ciencia

Universitat de València

En primera persona

Dolores Romero Jimeno

Presidenta de la Federación Andaluza de Asociaciones de Salud Mental En Primera Persona

Derechos en crisis

  1. Àngels Porxas Roig

Doctora en Derecho

Universitat de Girona

María Fuster Blay

Abogada especialista en Salud Mental, Valencia

 

Para estructurar este documento resumen se ha optado por redactar un texto que sumarice el contenido de las ponencias y los debates siguiendo su disposición durante el seminario y adelantar unas conclusiones.

 

La cultura emocional de la pandemia. Una mirada histórica

Las pandemias están documentadas en la historiografía occidental al menos desde la Antigüedad Clásica Griega. Su estudio no solo ha interesado a la Historia de la Ciencia o de la Medicina, sino que forma parte de la Historia General por su especial impacto en determinados momentos y transiciones. Además, han dejado también su huella en la Historia de la Literatura de donde se pueden extraer muy buenos testimonios.

La Psiquiatría y, en general, las ciencias vinculadas a la Salud Mental son relativamente recientes y no han tenido ocasión de ocuparse del impacto de las pandemias u ofrecen una información muy pobre. Existe una ausencia de memoria cultural que coincida con los momentos en los que la Psiquiatría desarrolla sus instituciones y sus prácticas. La única excepción es la infección por el Virus de la Inmunodeficiencia Humana, pero sus características no son comparables a las de la presente pandemia.

Para una aproximación histórica hay que echar mano de las fuentes más amplias, incluyendo las de carácter literario y seguir la pista a las descripciones de las respuestas emocionales de las colectividades. La idea es construir una historia de la cultura emocional de las pandemias, indagando sobre las emociones básicas que en ellas aparecen y sus respuestas. Se trataría así de describir el régimen de experiencias y comportamientos individuales y colectivos que han aparecido en relación con las pandemias.

La COVID-19 constituye una reactivación de una memoria emocional que acompañó a la humanidad durante siglos y se perdió a lo largo del siglo XX.

Este régimen y esta memoria se desarrollan a partir de una emoción nuclear que es el miedo. Y este, entendido en su dimensión colectiva en Occidente.

Hay una cultura del miedo con cierta especificidad más allá de la universalidad.

La conferencia se propuso ofrecer una aproximación a la historia de los brotes epidémicos desde el punto de vista de la experiencia de los mismos. Tomando el miedo como emoción nuclear en el afrontamiento individual y colectivo de este tipo de crisis y partiendo de la fuerte impronta cultural de la experiencia del miedo, la presentación trató de reconstruir el régimen de experiencias y comportamientos que se ha ido configurando en Occidente como consecuencia de la presencia continuada de las enfermedades epidémicas a lo largo de la historia. Así, y tras revisar algunos episodios de gran impacto sanitario y significación cultural como la peste negra del siglo XIV, la irrupción del cólera en la Europa decimonónica o la pandemia de gripe de 1918-19, se examinaron sucesivamente y con la ayuda de diversas fuentes (clásicos literarios, crónicas, tratados, memorias, etc.) algunos de los elementos nucleares de dicho régimen como la negación, el pánico, la inseguridad, la incertidumbre, la desconfianza, la soledad, el heroísmo (y la cobardía), el castigo, la culpabilización, el exceso, el desaliento y, finalmente, la locura. Para finalizar, se apuntaron algunas de las formas y vías culturalmente establecidas para abandonar toda esta atmósfera emocional (desde las más marcadas por la cosmovisión religiosa tradicional a las más proclives a encomendarse a la ciencia como religión secular del mundo contemporáneo) y se plantearon algunos de los grandes retos a los que se enfrenta la sociedad actual tras recuperar traumáticamente la memoria colectiva de las enfermedades epidémicas y asistir perpleja y estremecida a un evento que sin duda tendrá importantes consecuencias en su particular relación con el miedo.

 

En primera persona

Desde la experiencia vivida en primera persona y desde el movimiento asociativo la pandemia ha permitido enfatizar algunas cuestiones.

El Real Decreto que declara el estado de alarma traslada al conjunto de la población una experiencia de confinamiento, restricción de la movilidad y soledad impuesta que estaba siendo ejercida sobre el colectivo de personas con diversidad mental. Una limitación ejercida desde fuera o autoimpuesta, pero que pasa a ser la norma. Y, en ese momento, lo que es vivencia cotidiana de muchas personas se convierte en una calamidad que va a surtir efectos dañinos sobre la salud mental de la población. Cuando ya estaba instalada en las vidas de muchas personas vulnerables (¿o ya vulneradas?) por problemas de Salud Mental.

Inmediatamente surge la necesidad de legislar la excepcionalidad que se ha de aplicar a las personas con discapacidad. La norma es cuidadosa en el lenguaje y prefiere los términos de persona especialmente vulnerable o con discapacidad, frente a trastorno mental o disminución. Pero la fuerza del estigma como una asociación casi refleja de ideas vuelve a aparecer cuando se habla de que “el autismo y las conductas disruptivas que puedan ser agravadas por el confinamiento” son una causa de fuerza mayor para aliviarlo.

En este juego de contradicciones la etiqueta diagnóstica o el “título” de discapacidad para a ser un salvoconducto. Y quienes no la pueden exhibir se quedan en el estatuto de los “sin papeles”.

¿Una etiqueta que abre el acceso a prestaciones que ya tienes por derecho y que al mismo tiempo te pone en peligro de que se vulneren esos derechos? Una grieta en la racionalidad salta ya en pedazos en los primeros momentos del estado de alarma.

Se habla también el estatuto del psiquiatralogizado cuya misión es regular las relaciones clínicas a partir del otorgamiento de una etiqueta diagnóstica. Una distorsión que toma la parte por el todo, el enfermo por la persona, lo que no se puede frente a las fortalezas.

Se discute en el debate acerca de su utilidad y de sus riesgos, insistiendo en la frecuencia con lo que la discriminación positiva pasa a ser discriminación sin adjetivos. Más allá de precarias ganancias secundarias, el balance no suele ser favorable.

Legislar no es suficiente. Más aún cuando son leyes que señalan que los derechos que ya están reconocidos no se ejercen y que los apoyos y salvaguardas para su pleno disfrute no se aplican. Garantizar que se cumplan los derechos que son de todos y de todas. Se trata de un proceso de reconquista de los derechos, de ganancia de poder, que es una parte de un proceso único, personal y autónomo como es el empoderamiento.

Todos compartimos el miedo y la incertidumbre como núcleos de la experiencia emocional de la pandemia. Vemos el riesgo de que estas vivencias sean patologizadas, privándolas así de la respuesta colectiva y compleja que merecen. Primando el cortoplacismo. Desde la experiencia del movimiento en primera persona se manifiesta la importancia de los tiempos, del largo plazo y también la necesidad de asumir riesgos. Centrándose en idear los apoyos y las salvaguardas necesarias.

Conviene mencionar también, desde el colectivo, la clara percepción de que el sistema de atención sanitaria y social no estaba preparado para esta catástrofe. La dificultad de acceso a las consultas, la opción por las formas más simples de atención, las luces y las sombras de la teleasistencia, la complejidad de los sucesivos “protocolos” y, sobre todo, la re-segregación de los más vulnerables entre los vulnerables, son algunos de los ejemplos.

Es fácil enlazar desde aquí con el tema de la crisis de los derechos.

 

Derechos en crisis

La manera en que, desde el mundo del derecho, se conceptualiza el sufrimiento psíquico, esta íntimamente ligada a cómo se hace en cada momento histórico. Y, en la medida en que, desde hace 200 años esa conceptualización está muy ligada a las instituciones y las prácticas de la psiquiatría, al desarrollo de esta disciplina y los discursos que son hegemónicos en ella. Consideramos tres modelos, que se suceden y también solapan, sin que la aparición de uno suponga la erradicación del anterior. Son el modelo de prescindencia, el rehabilitador-médico y el social. Los dos primeros ponen el foco en el individuo y en su “minusvalía” y el tercero en las barreras sociales y del entorno para el ejercicio de los derechos y el desarrollo de la personalidad individual, por razón de la divergencia psíquica o funcional de la persona. En el primero, la persona no es considerada como un sujeto de derecho, ni siquiera como una persona. En los otros dos, sí que hay una consideración de ciudadanía, aunque en el segundo, esta se ve condicionada por la lógica de la racionalidad y la capacidad. Sin ella, se accede a una “ciudadanía restringida”. Se es ciudadano bajo la condición de paciente, de objeto de cuidados.

El modelo social nace del activismo en primera persona que se extiende entre diferentes movimientos de personas con discapacidad y discurre por caminos similares al de otras luchas por el reconocimiento y la plena y efectiva igualdad en relación con el género, la raza, la nación…

En la medida en que este modelo prioriza la eliminación de las barreras y la facilitación de apoyos para el ejercicio de los derechos y la condición de igualdad, se vincula totalmente con el campo de los Derechos Humanos, al poner en la sociedad la responsabilidad de su reconocimiento y satisfacción. El marco jurídico que garantiza este modelo ha de erradicar cualquier tipo de discriminación de acceso por razón de discapacidad y facilitar el disfrute de las oportunidades en pie de la igualdad. Es precisamente la diversidad en la capacidad la que otorga el derecho.

De la misma manera en que el marco conceptual con el que se ve al loco o al diferente, marca su consideración en el mundo del derecho; un desarrollo jurídico cercano al modelo social promovería cambios en la manera de atender a la peculiar modalidad de discapacidad que es el sufrimiento mental. Un hito clave en este proceso es la proclamación (y posterior ratificación) de la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (CDPD) por las Naciones Unidas en 2006. Alejada del dogma de la capacidad y la racionalidad, deja sin amparo todas las medidas que en marcos jurídicos anteriores estaban “justificadas” por su ausencia y que daban carta de legalidad a las medidas coercitivas.

La Convención no ha sido adecuadamente implementada en las legislaciones nacionales con un marcado retraso en los aspectos referidos a la Salud Mental.

Dentro de esta forma de entender la discapacidad y en el campo de la Salud Mental se examina lo que ha ido ocurriendo durante este periodo extraordinario de pandemia. Había ya una exclusión de inicio al acceso a la salud y la información que se ha agravado. Incluyendo la brecha digital y añadiéndose algunas recomendaciones sobre priorización de intervenciones críticas que se basaban en el “valor o utilidad social”. Una manera de visualizar esta crisis de los derechos durante la pandemia es observar cómo se ha vivido una sobrepenalización del colectivo de personas con diversidad.

Los que vivían en espacios institucionalizados, porque estos lugares han concentrado la mayor parte de los contagios. Los que necesitan apoyos para la vida independiente, porque las restricciones les han privado de ese servicio. La pérdida del empleo o del acceso a la educación inclusiva ha penalizado más a quienes necesitan apoyos para su ejercicio. Se agrava la exposición a la violencia, de la que ya eran víctimas previas, una violencia a la que están sobreexpuestas las mujeres con problemas de salud mental.

Se ha puesto a prueba, también, la capacidad de inclusión del sistema judicial y no ha estado a la altura. Los mínimos avances formales no ha resistido a la pandemia y la necesidad de una profundización de este proceso se ha hecho más manifiesta. Es difícil que esto pueda llegar a ser real sin contar con la perspectiva del colectivo de personas con diversidad, también en el ámbito judicial.

En la gestión de la pandemia, la población general ha podido experimentar los efectos de un falso dilema, que se da en el día a día de las personas con problemas de Salud Mental: el falso dilema entre la salud y la libertad, que sólo se puede entender si se enmarca en un concepto individual de salud y no en su dimensión social y de derechos. También por la “jerarquía” de derechos que separa unos derechos civiles y políticos de primera línea y otros sociales, económicos y culturales de segunda línea,  condicionados por criterios economicistas. Los derechos nos son divisibles y están siempre interrelacionados.

Algunas medidas como el Ingreso Mínimo Vital apuntan un cambio de orientación que también merece la pena registrar antes de cerrar el balance.

Cuando hablamos desde el terreno de la práctica jurídica nos encontramos, ante todo y desde el principio, con el cierre de la actividad judicial, salvo algunos procedimientos más urgentes. El amparo judicial desaparece y afecta más a quienes más lo necesitan. Los ingresos involuntarios sí que se consideran como urgentes, pero muchos otros procesos de modificación de la capacidad de obrar, donde los ciudadanos afectados se juegan mucho, quedan en el aire.

Por otro lado, las sucesivas regulaciones que aclaran e interpretan las aplicaciones del estado de alarma han tenido efectos paradójicos. Un exceso de regulación puede ser contraproducente sobre todo si su aplicación es poco clara. A veces, cuanto más se regula más se complican las cosas.

Además, la conflictividad que se esperaba y para la que se aplicaron las medidas ha sido sorprendentemente baja. Posiblemente porque se regulaba desde unos estereotipos acerca del comportamiento enloquecido que están muy sesgados.

La dureza de las medidas de limitación de la movilidad ha sido mucho más dolorosa en los lugares en los que ya estaba limitada y aún se ha reforzado más: viviendas tuteladas y residencias. Y sobre todo y de una manera muy clamorosa, en las prisiones.

Todo esto sería encuadrable dentro del colapso general.

Menos lo es, el plan de choque que puso en marcha el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). Este documento recoge tanto medidas transitorias como modificaciones más duraderas. Es un documento sensible en las intenciones, pero muy marcado por conceptualizaciones desfasadas del sufrimiento psíquico.

Cuando el acceso a la justicia entra en crisis para todos, nos hemos dado cuenta de la importancia de facilitar este acceso a las personas con discapacidad. Una justicia que debería ser para todos, adaptada y amigable, acompasada en los tiempos y que contemple la presencia de facilitadores y elementos de apoyo en el proceso.

El CGPJ también ha comprendido la necesidad de ser más vigilante de las situaciones que se dan en las residencias, en los ámbitos de la garantía de los derechos. Pero, al mismo tiempo, ha habido lugares de vida colectiva de personas con problemas de salud mental que han prolongado innecesariamente la restricción de movilidad, cuando el resto de la ciudadanía ya se había liberado de ellas.

Al mismo tiempo, la sobrevaloración del uso de procedimientos telemáticos y algunas cuestiones procesales como la sustitución del trámite de audiencia por la presentación de alegaciones por escrito, ha puesto en cuestión estas garantías. En procesos tan sensibles como los que afectan a la modificación de la capacidad de obrar hay que ser muy cuidadosos en asegurarse que todas las partes están entendiendo lo que pasa y disponiendo de elementos para alcanzar las soluciones más adecuadas. De lo contrario, el supuesto “traje a medida” que se pretende facilitar con estas medidas sigue siendo una “muerte civil” y quebradero de cabeza en las cuestiones cotidianas.

Se habla mucho del riesgo de medicalización o psicologización de los problemas, pero se advierte del riesgo de la judicialización. Más que nunca, en este periodo, el sistema judicial ha reflejado el fracaso del sistema de apoyo social y sanitario. Lo que no encuentra la respuesta adecuada en el sistema formal o informal de cuidados, acaba activando la maquinaria judicial.

En el debate posterior se suscitan cuestiones sobre el tratamiento ambulatorio involuntario, una institución existente en diferentes formas en todo el territorio, pero cuestionada como un eslabón más en una serie de medidas coercitivas.

Se discute también el doble filo que puede representar algunos aspectos del modelo social, que puede ser reapropiado desde la óptica neoliberal como un refuerzo del individualismo, del individuo como empresario de sí mismo y de la exaltación acrítica de la autonomía. Quizás una solución es hablar de un modelo de diversidad, sin adjetivos, en el que diversidad es una parte de la condición humana que puede requerir o no la oferta de apoyos y que determina el derecho a erradicar las barreras.

Se hace también un llamado a que en el proceso de búsqueda de estos apoyos idóneos que fomenten la autonomía, no sustituyan a la persona y garanticen el pleno ejercicio de los derechos, se haga un esfuerzo colectivo de imaginación. Para buscar soluciones construidas en común. En este sentido también se subraya que el movimiento asociativo ha ido progresivamente ganando interlocución en muchos foros de la administración e incluso participado en órganos consultivos, excepto en el campo de la administración de justicia.

A partir de la consideración de la persona como objeto o como sujeto de cuidados, se pone sobre la mesa la reconsideración del cuidado y el buen trato como una necesidad básica del ser humano, garante y no sustitutiva de su emancipación.

Se cuestiona la importancia que estos temas tienen en la ciudadanía “común”. ¿A quién le importa lo que pasa en las residencias o en los procesos de incapacitación? ¿Qué presencia tienen en la agenda pública? Como un ejemplo de esto, se cita la escasa presencia de los asuntos relacionados con la discapacidad en la formación de los juristas y la contraparte en la de los profesionales de la asistencia.

 

Conclusiones y elementos para el debate.

Las ponencias expuestas dejan de manifiesto la necesidad de incorporar miradas diversas para entender cualquier aspecto de la Salud Mental. En el caso de la Salud Mental y la COVID-19 estas miradas son muy enriquecedoras. También se puede plantear en sentido contrario, considerando los efectos de no atenderlas.

La pandemia nos pilla como sociedad y como campo de conocimiento, privados de la memoria colectiva de las anteriores pandemias. Esta memoria configuró en Occidente un régimen de experiencias y comportamientos a los que ahora asistimos confundidos y sin recursos culturales compartidos para afrontar su impacto. Un repaso detenido de los elementos de esta “cultura emocional” evita sacar conclusiones apresuradas basadas en la experiencia concreta de los servicios asistenciales o en la aplicación acrítica del saber psiquiátrico desmemoriado. Los patrones de respuesta que recuperamos continúan también el debate entre los aspectos universales y los culturales y sociales en su génesis.

La mirada histórica deja abierta la cuestión del sentido de los cambios esperables.

La pandemia y las respuestas para combatirla han extendido al conjunto de la población de determinantes y condiciones vitales que ya estaban presentes en la cotidianeidad de muchas personas con problemas de Salud Mental. Por otro lado, ha habido una compleja sucesión de medidas reglamentarias a lo largo del estado de alarma que han tenido en cuenta al colectivo. Sin embargo, tanto la difusión del riesgo de padecer “una enfermedad mental” a consecuencia de la pandemia y del confinamiento, como el doble filo de las medidas de “discriminación positiva”, resaltan unas contradicciones que el movimiento en primera persona pone habitualmente encima de la mesa. Ya sería un buen resultado que se diera visibilidad e importancia al sufrimiento mental como algo que forma parte esencial de la diversidad y la fragilidad humana, que se entendiera su afrontamiento como una cuestión compleja y universal y que el logro del reconocimiento de los derechos se culmine con el derecho a ejercer los derechos.

También ha sido una vivencia compartida la del colapso del sistema sanitario y social sobrepasado por la catástrofe de la pandemia, la manera autónoma y creativa con lo que se ha paliado, mejor o peor, con medidas de mayor o menor riesgo de quedarse para siempre, este colapso. Otra reflexión general se refiere a la asunción de riesgos y su contrapartida de oferta de apoyos.

El mundo del derecho, tanto al nivel de las normas, como en el de la práctica procesal, ha sido un observatorio privilegiado de lo que ha pasado y un laboratorio de ideas.

Derecho y Salud Mental comparten una misma conceptualización de la discapacidad y el sufrimiento psíquico, sometida a discursos hegemónicos, que van cambiando y solapándose con el tiempo. Los mecanismos con los que operan son diferentes y la colaboración entre ambos espacios crea una gran diversidad de instituciones. Estas están todavía muy decantadas hacia el polo de la coerción y la sustitución, frente al de los apoyos y las decisiones compartidas.

La plena igualdad jurídica que ya reconoce el ordenamiento vigente se traslada perezosamente a la legislación ordinaria. A un ritmo que marca la cohabitación de diferentes maneras de entender la diversidad, la complejidad de trasladar a la atención cotidiana las prácticas que se necesitan y, la misma insuficiencia del sistema sanitario y social. La judicialización puede ser un amparo, pero también una muestra del fracaso del sistema. En estos tiempos de pandemia hallamos numerosos ejemplos encuadrables este contexto.

Los polos del debate, aún abierto, se reflejan bien en dos párrafos de dos filósofos. Dice Byun Hul Han, “el virus no vencerá al capitalismo. La revolución viral no llegará a producirse. Ningún virus es capaz de hacer la revolución. El virus nos aísla y nos individualiza. No genera ningún sentimiento colectivo fuerte”. Y, frente a esto, señala Slavoj Žižek: “lo importante es reflexionar sobre el triste hecho de que necesitamos una catástrofe para ser capaces de repensar las mismísimas características básicas de la sociedad en la que vivimos”.

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