Editorial. BOLETÍN N49 PRIMAVERA 2023

QUÉ HAY DE LO NUESTRO

La salud mental está de moda. En telediarios, tertulias, magazines, podcasts y cualquier otro formato de comunicación es el tema estrella. No sólo son los medios de comunicación, se habla en las calles, en los bares, en los eventos familiares. No es casual que esto pase después de una crisis tan peculiar y alienante como la del COVID, ni tampoco es casual que esa salud mental de la que se habla diste mucho de recoger el sufrimiento psíquico que se diagnostica como trastorno mental grave, el más desestructurante, el más estigmatizado, el más excluido. Se habla de la salud mental como un producto de consumo. Se pone en valor la psicoterapia (bien) pero inmediatamente se uberiza y de devalúa, no importa el setting, ni el contexto, ni el vínculo, sólo una disponibilidad inmediata de usar y tirar (no tan bien). Pese a esta clasemedianización, si nos permiten el término, y mercantilización del sufrimiento psíquico, lo cierto es que la ciudadanía sufre, lo manifiesta y pide ayuda.

La salud mental está en todas las agendas políticas. La red de salud mental crece por primera vez en décadas. Deberían ser buenos tiempos para nuestras profesiones y nuestras redes asistenciales. ¿Lo son?

En la parte sanitaria de la red la cotidianidad de la organización de los servicios constata un cambio de ciclo; contra lo que sucedía durante los años de las políticas austericidas, lo difícil no es que un profesional consiga encontrar un lugar donde trabajar; ahora el quebradero de cabeza es encontrar profesionales para cubrir las vacantes. Si hace diez años no se suplía la ausencia de un, por ejemplo, facultativo, porque no había dinero (ni voluntad) para pagarla, ahora no se suple porque no hay nadie disponible. Mientras tanto la demanda se dispara, la población atendida está más dañada, con sus redes de apoyo cada vez más exiguas y con un futuro cada vez más cuesta arriba. La psicopatología está -nunca se ha ido- pero es difícil trabajarla tras capas y capas de sufrimiento social. El ciclo ha cambiado, pero los pacientes siguen desatendidos o atendidos por quienes no tienen capacidad de resolver el origen de sus males. A su vez, el desmoronamiento de la atención primaria tras décadas de maltrato se traslada al resto del sistema sanitario. Si el escalón garante de la longitudinalidad y la continuidad asistenciales no puede ejercer como tal, el resto tampoco podemos. Eso se traduce en un colapso a cámara lenta, con profesionales cada vez más quemados; un servicio público eternamente ocupado en apagar fuegos, que consigue hacer el mínimo imprescindible pero que nunca encuentra tiempo para crecer y nutrir como todos sabemos que podría. Las consultas pierden potencia de intervención, aunque mantienen, más fuerte que nunca, su rol de taquígrafos del desastre. Desde la red de salud mental le gritamos al futuro “en este momento histórico es por aquí por donde se desangra esta sociedad”. Pero como el tiempo es lineal, no escuchamos la respuesta.

Mientras tanto en la red de rehabilitación psicosocial, las ratios y la sobrecarga asistencial no pesan tanto. Sí pesa la subordinación de la red a la parte sanitaria, pesa el poco aprecio a lo complejo de su tarea, pesan los acuerdos marco y el “precio plaza ocupada” que, aunque no deberían, condicionan (y mucho) todo el trabajo técnico. Pesa enormemente mantener el diseño de hace décadas centrado en las necesidades de una población que ya no existe, pues al igual que ha cambiado la demografía, ha cambiado lo que entendemos como trastorno mental grave. Las personas manifiestan su sufrimiento de forma diferente, tienen necesidades de intervención diferentes, pero las redes se mantienen impertérritas, como esfinges, cada vez más distanciadas de la realidad social. Pero por encima de todo pesa constatar cómo los fondos de inversión de capital de riesgo han entrado arrolladoramente, trayendo con ellos bajadas temerarias de presupuesto, implicando la amenaza de monopolio de quien puede permitirse tirar los precios, provocando una transformación de estructuras en el resto de las organizaciones para poder competir con esta forma de funcionar… la calidad de la intervención técnica se diluye tras nuevas prioridades como la rentabilidad. Y lo peor, no parece que-al menos por el momento- alguien vaya a poner coto a esto.

Deberían ser buenos tiempos para las redes de atención a los problemas de salud mental ahora que por fin la salud mental es una prioridad social. Sin embargo, no es esa la sensación de quienes cada mañana se enfrentan a una tarea cada vez más parecida a vaciar el mar con un cubo.

¿Cuál es entonces el papel de la AMSM en este momento histórico?

Somos conscientes de que atravesamos un momento histórico muy significativo para nuestras profesiones, para nuestros marcos teóricos y para la ciudadanía. En el futuro se analizarán en profundidad estos años, se verán clarísimas las claves que ahora se nos escapan. Lo que no se nos escapa es que el desaliento de los profesionales y el clamor de los ciudadanos obedece a una razón fundamental: todo podría ser mejor. Nos merecemos, de un lado y otro de la relación terapéutica, una atención más digna, más humana, más útil. El sistema vale para muchas más cosas que apagar fuegos. Nuestras redes nacieron para ser espacios de seguridad para personas dañadas, en los que pudieran encontrar respaldo para volver al mundo que les había expulsado, pero también para transformar ese mundo y hacerlo menos expulsivo. Cada vez que en una coordinación alguien se encoge de hombros y dice “es que no da el perfil” nos convertimos en una caricatura de lo que deberíamos ser. La clave es que ese desaliento de los profesionales no es un signo de colapso o de derrota, sino de vida y potencia. Es la constatación de que no aceptamos nuestra realidad laboral actual como la única realidad laboral posible, que no nos creemos ese There Is No Alternative que intentó inculcar Thatcher y parece hegemónico. Sabemos que todo el talento profesional, todo el esfuerzo cada día en cada equipo, todo el trabajo que hacemos podría ser mucho más útil. Porque nos merecemos, como profesionales y como ciudadanos, algo mejor.

Para eso necesitamos un escudo social efectivo, para que la ciudadanía no tenga nuestra puerta como única salida ante el sufrimiento derivado de las condiciones de vida. Necesitamos también rediseñar las redes de atención, con la multidisciplinariedad, la equidad, la longitudinalidad, la continuidad asistencial y la vocación comunitaria en el centro, dejando atrás diseños obsoletos y también jerarquías obsoletas.

En este momento histórico tan relevante para la salud mental queremos que el papel de la AMSM sea doble, hacia la ciudadanía como taquígrafos del desastre, levantando acta del sufrimiento social para que a todos los niveles se tomen medidas al respecto; pero también hacia los profesionales, articulando esa realidad mejor que la que tenemos ahora. Convirtiéndola en una posibilidad palpable, siendo un foro donde se puedan imaginar y aterrizar medidas concretas para esa transformación que necesitamos y efervesce bajo nuestra frustración. Medidas que no recaigan -otra vez- en el sobreesfuerzo de los profesionales (ya lo hicimos en la crisis de 2008 y no salió bien) sino que sirvan para devolver la dignidad y hacer florecer nuevamente a los servicios públicos.

Nuestras próximas jornadas se llaman Salud Mental en los infelices años 20. Porque necesitamos contexto histórico para entender dónde estamos, pero también para comprender que tenemos derecho a una realidad mejor.

                                                                                                          Junta AMSM

This entry was posted in Boletines, Contenidos, Documentos. Bookmark the permalink.