Javier Pallarés Neila
28 de agosto de 2021
Escuchamos en un programa de radio el reportaje sobre el acto de homenaje organizado por la Fundación Arrels, a las setenta personas sin hogar fallecidas este año.
Tras su nominación, la periodista nos acerca el desgarrador relato de Montserrat, que pone voz y nombre a su hijo fallecido como persona sin hogar en las calles de Barcelona. La madre se lamenta de que terminara en la calle por un problema de salud mental y drogas: “Él no quería estar ingresado, cuando se le ingresaba, porque estaba muy mal, pedía el alta y como tenía 31 años pues se la daban”. “Y murió, murió con 31 años, teniendo una familia detrás y posibilidades económicas y sociales para ayudarle, y por las leyes no hemos podido hacer nada por él, y como él hay muchos, pero lo que no está bien en esta sociedad es que, habiendo soporte, tampoco se pueda hacer nada”.
Sus palabras evocan la desolación de la familia Vega en el documental “Tu voz entre otras mil”, que veía impotente la autodestrucción de su hijo y hermano, sin poder hacer nada.
Duelo terrible, pero irresoluble. La libertad es nuestro más preciado patrimonio y debemos respetarla incluso cuando decidimos dilapidarla, en drogas u odios. “Dejadme las alas en su sitio, que yo os respondo que volaré bien” decía el poeta a su padre. Si hubieran doblegado su voluntad, Antonio no hubiera compuesto “Lucha de gigantes” y nuestra cultura no se hubiera fundido con la obra de Lorca: folclore y tragedia en un mismo acto. A cambio, les perdimos. Como Montserrat a su hijo.
Este es el gran dilema: encontrar el límite, la línea que marca el fin de una personalidad doliente, pero soberana y libre y el comienzo del grito desesperado de quien demanda ayuda urgente ante una situación que no puede gestionar en soledad.
El 3 de septiembre ha entrado en vigor la Ley 8/2021, de 2 de junio, por la que se reforma la legislación civil y procesal para el apoyo a las personas con discapacidad en el ejercicio de su capacidad jurídica.
La nueva norma, necesaria tras la ratificación -hace 13 años- por el Estado español de la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (CDPD), atraviesa trasversalmente nuestro ordenamiento jurídico, afectando a nueve leyes de distinta índole que, en mayor o menor medida, se ven también modificadas, lo que da buena muestra de su importancia. Pero, sin duda alguna, la modificación más importante es la referente al Código Civil, que incide de lleno en el tema de la incapacitación judicial, renombrada en los últimos años como modificación de la capacidad de obrar, y a sus principales consecuencias: la tutela y la curatela.
Estos institutos jurídicos, creados para la protección de quienes a juicio de un juez “no podían gobernarse por sí mismos”, fueron ya objeto en el año 1983 de una importante modificación. Entonces, la tutela dejó de ser una institución nacida y gobernada en el seno de la familia, para pasar a ser constituida y controlada por un juez, pudiéndose profesionalizar su ejercicio a través de entidades públicas o privadas sin ánimo de lucro.
Con todo, la reforma actual resulta aún de mayor calado, ya que modifica el principio que constituía su piedra angular: el principio de protección. A partir de su entrada en vigor, la legitimación para interferir en la vida de algunas personas con discapacidad ya no será su protección, sino prestar apoyo en el ejercicio de su capacidad jurídica.
El titular, como hemos leído ya en numerosos artículos y entradas en las redes, es la supresión del procedimiento de modificación de la capacidad y de la tutela, que queda exclusivamente relegada al ámbito de los menores. Pero, como casi siempre, lo importante es la letra pequeña y esta es la que, en pocas líneas, pretendemos explicar a continuación.
Para entender bien la extensión y efectos de la reforma, nos permitimos llamar la atención sobre tres elementos que, a nuestro juicio, resultan claves de la nueva regulación: su ámbito subjetivo; el principio del respeto a la voluntad, deseos y preferencias; y la sustitución del criterio del mejor interés.
El análisis de la primera cuestión parte de la experiencia de que los sujetos del extinto procedimiento de modificación de la capacidad (incapacidad), no eran las personas con discapacidad, sino aquellas que, a juicio de un juez, habían perdido su autogobierno. El resultado era la existencia de una subclase de ciudadanos a los que vulgarmente se les denominaba “tutelados” o, peyorativamente, “incapacitados”, en cualquier caso, meros sujetos pasivos de un instrumento concebido para su protección.
Sin embargo, en la regulación actual, los destinatarios de la norma son las personas con discapacidad, todas, en la medida que necesiten apoyos para el ejercicio de su capacidad. Son ellas quienes van a recobrar el protagonismo perdido de sus vidas y a quienes se les legitima, como sujetos activos y, en primer lugar, para diseñar las medidas de apoyo que a su juicio necesitan para ejercer su capacidad en iguales condiciones que los demás. Las personas que prestan dicho apoyo se encuentran a su disposición.
Esto es así por la importancia extraordinaria que la nueva norma da a las medidas voluntarias sobre las judiciales, hasta el punto de manifestar que “las de origen legal o judicial solo procederán en defecto o, insuficiencia de la voluntad de la persona de que se trate”.
La segunda y la tercera de las cuestiones las abordaremos de forma conjunta.
A las personas con problemas de salud mental, se las ha ingresado y medicado en contra de su voluntad o sin contar con ella. Los jueces les han prohibido conducir, casarse o hacer testamento. Los tutores han vendido sus bienes inmuebles, cancelado sus cuentas o aceptado la herencia en contra de su voluntad o sin contar con ella. Unos y otros, lo han hecho amparados por un constructo que cerraba el sistema: el principio de su mejor interés. El respeto a la voluntad de la persona con discapacidad cedía cuando estaban en juego otros valores constitucionalmente protegidos, como la vida o la salud.
Ahora, la nueva ley insiste, una y otra vez, en el hecho de que el nuevo sistema de apoyo se sustenta en la dignidad de la persona con discapacidad y en la atención a su voluntad, deseos y preferencias, que siempre se han de respetar. El paradigma del mejor interés queda relegado al ámbito de los menores de edad, lo que quiere decir que las personas que prestan apoyo a las personas adultas con discapacidad, en cualquier ámbito, ya no podrán oponer un interés superior frente a su voluntad.
Bien sabemos que la enfermedad mental es abono para el estigma y prejuicios. Ya leemos opiniones, autorizadas, de quienes frente a sus manifestaciones más graves invitan directamente a ignorar la CDPD y, por lo tanto, en lo que ahora nos interesa, la ley que analizamos. Otras, de forma más sutil, invitan a utilizar los instrumentos de valoración de la capacidad existentes para dilucidar si tienen capacidad para comprender la importancia del acto de que se trate y, si no la hay, poder soslayar el nuevo principio.
La primera alternativa es absolutamente rechazable. Además de ilegal, no parece ético desconocer una norma que ha sido refrendada por la máxima representación de las personas con discapacidad en España y aprobada unánimemente por todos los grupos parlamentarios. La segunda, también torticera, tiene mayor recorrido por ser una práctica clínica no reservada al ámbito de la psiquiatría, pero no parece razonable como instrumento de utilización ante cualquier contrariedad con un paciente que ya no es un “incapacitado judicial”, además de que podría ser útil para resolver una intervención puntual, pero no otra de permanencia en el tiempo.
Una buena relación, fundamentada en la mutua confianza entre quienes se respetan y el reconocimiento de la persona con discapacidad como un primus inter pares en todo lo que a ella le afecta y le preocupa es, a nuestro juicio, la clave de bóveda que permitirá el tránsito entre uno y otro modelo.
Las personas con discapacidad esperan mucho de esta reforma. Los jueces y fiscales, protagonistas sin duda del sistema anterior, deben reformular todas las tutelas y curatelas hoy existentes y los profesionales sociales y sanitarios sus intervenciones y recursos. También es de esperar que, en su desarrollo, sean actores de reparto las entidades sin ánimo de lucro, en quienes podrán confiar el apoyo que necesitan para ejercitar su capacidad.
Todo ello costará tiempo, trabajo y dinero. Sin embargo, en la Memoria del análisis de impacto que acompañó al anteproyecto de ley, se afirmaba que la puesta en marcha de las medidas incorporadas no supondría un aumento del gasto público ya que “el coste presupuestario y de dotación de personal por unidad no solo no aumentará, sino que disminuirá debido a que las vías de provisión de apoyos alternativos al sistema judicial establecidos por la norma mermarán la demanda judicial”.
Lejos de ello, pensamos que sin facilitar medios materiales y personales será difícil que los jueces puedan revisar cada tres años todas las sentencias dictadas y por dictar; imposible que puedan construir un buen sistema de apoyos en base a un dictamen de ignotos “profesionales especializados en los ámbitos sociales y sanitarios” u “otros profesionales especializados que aconsejen las medidas de apoyo que resulten idóneas en cada caso”; o que las ONG o las entidades públicas, puedan pasar de un sistema de sustitución de la voluntad por otro de apoyos, con los mismos medios.
Solo se prevé una puerta para que el sistema tenga un mínimo de éxito. El reconocimiento previsto en la ley a una posible colaboración entre la Administración de Justicia y las Entidades del Tercer Sector de Acción Social. Pero, para ello, es imprescindible su desarrollo reglamentario.
Los distintos gobiernos centrales que se han sucedido desde la ratificación en el 2008 de la CDPD han sido responsables solidarios de la falta de adecuación normativa, pero una vez realizada, son ahora las comunidades autónomas con competencia en materia de Administración de Justicia las únicas responsables de su correcta aplicación. No pueden mirar a otro lado, la dignidad de las personas con discapacidad y el respeto a su voluntad, así lo exige.
La administración de la Comunidad de Madrid no necesita en esta materia de la autorización o consenso del gobierno central. Es responsabilidad de la Consejería de Presidencia, Justicia e Interior, la redacción de un reglamento que desarrolle aquella disposición legal y de su aplicación, dotando a las posibles colaboradoras de los medios suficientes para conseguirlo. Y es también responsabilidad de la Consejería de Familia, Juventud y Política Social, a través de la Dirección General de Atención a Personas con Discapacidad exigirlo.