[texto incluido en el boletín nº 36 de la AMSM]
A solas con la pulsión de muerte.
Diez pantallazos sobre la relación entre exclusión y salud mental.
“No hace falta decir que una cultura que deja insatisfecho a un núcleo tan considerable de sus partícipes y los incita a la rebelión no puede durar mucho tiempo, ni tampoco lo merece”.
S. Freud. El porvenir de una ilusión.
Antonio Ceverino Domínguez.
Psiquiatra, psicoanalista. Servicios de Salud Mental de Hortaleza (Madrid).
Sección de Psicoanálisis de la A.E.N. Socio de la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis.
Me propongo en estas líneas reflexionar cómo las condiciones de vida cada vez más empobrecidas influyen en el estado de salud mental de la ciudadanía, qué efectos producen las reformas del modelo sanitario, y qué puede hacerse para rescatar ese sufrimiento psíquico y moral de los sujetos, es decir, cómo hacer para darle un destino más digno y constructivo a ese dolor que los ciudadanos ahora padecen en silencio y soledad. Lo voy a hacer sumariamente, en diez puntos, en diez pantallazos.
1.
La crisis actual (por llamarla de algún modo, aunque sería más apropiado nombrar el estado de la economía mundial como una nueva fase acumulativa del capitalismo) en nuestros barrios y nuestros pueblos es tan profunda que las condiciones de vida de la gran mayoría de la población han caído en picado, y sin horizonte claro de recuperación: casi no puede verse la luz al final del túnel.
Esta situación produce excluidos (siempre los ha producido, pero ahora lo hace masivamente), sobre todo en los grupos más vulnerables: los sujetos con bajos ingresos y que ya estaban en el umbral de la pobreza, jóvenes, familias monoparentales, desempleados, minorías étnicas, inmigrantes, ancianos… y también los enfermos mentales, los grandes excluidos del lazo social en todas las épocas y culturas. Como ocurre con los que viven a la intemperie, para ellos siempre llueve sobre mojado.
2.
La pobreza, el desempleo y la precariedad laboral producen problemas de salud (es bien sabido, está ampliamente demostrado: son lo que se llama los determinantes socioeconómicos de la salud), y también producen problemas de salud mental: incremento de la prevalencia de trastornos de ansiedad, depresivos, de consumo de drogas y alcohol, etc. Los estudios demuestran que la relación es compleja, y más que la pobreza lo que influye es la desigualdad (por ejemplo, no hay más depresiones en los países donde todos son pobres, sino en los países con grandes desigualdades). En este punto, conviene recordar que el reciente Informe de Exclusión y Desarrollo Social de Cáritas y la Fundación Foessa sitúa a España a la cabeza de los países de la Unión Europea en cuanto a desigualdad social. También los datos de Eurostat documentan este hecho mediante el coeficiente o índice de Gini (que mide las desigualdades de un país, siendo mayores a medida que el número es más elevado). La comparación entre el grupo de países de la Unión Europea más desarrollados económicamente muestra que España es uno de los países que tiene un índice más alto (0,313 comparado con 0,292 que es el promedio de la UE-15). El resto de indicadores son igualmente desalentadores: el número de hogares con todos sus miembros en paro ya son casi dos millones (el 11% de los hogares), la tasa de pobreza ha crecido del 23.9% al 26.8% del 2006 al 2012 (aunque paradójicamente la pobreza relativa descendió un poco el 2012, porque, al definirse para el conjunto de la población, si todo el país se empobrece, el porcentaje de pobres puede estabilizarse o incluso descender levemente), aumenta en el mismo periodo del 6 al 21.4% el porcentaje de hogares con la persona principal en paro, se duplica (del 25 al 50%) el paro de larga duración, e incluso (como efecto de la precariedad laboral y la reforma del mercado laboral) aumenta incluso el porcentaje de trabajadores pobres (del 10.7 al 12.7%) (Fuente OCDE. Ministerio de Empleo y Seguridad Social).
Estos datos avalan la impresión de los clínicos: los que trabajamos en los servicios de salud mental de distrito y los que atendemos urgencias en los hospitales, desde hace unos años asistimos a una proliferación de demandas y pacientes que acuden agobiados por los efectos de la crisis. En un estudio en curso en el distrito de Hortaleza (Madrid), en que evaluamos a 206 pacientes en su primera visita a la consulta de psiquiatría y psicología del Centro de Salud Mental entre los meses de mayo de 2013 y septiembre de 2013, encontramos que casi la mitad de la muestra (48.1%) consideraba a la crisis y sus consecuencias la causa de su malestar psíquico y de la consiguiente derivación a atención especializada.
Voy a decirlo de otro modo más: el último lugar al que en ocasiones pueden acudir los ciudadanos desesperados, la única puerta que no se les cierra, son los dispositivos sanitarios. Lo sanitario siempre ha venido a funcionar en nuestro país como una válvula de seguridad de un estado del bienestar subfinanciado, el coche escoba que va recogiendo a los desahuciados, a los desechos, a los excluidos.
3.
Ahora, por consiguiente, tenemos la consulta llena de pobres, de desempleados súbitamente empobrecidos por la crisis, de situaciones de necesidad y angustia muy grandes a las que encima –a veces en una increíble falta de respeto- etiquetamos como depresión.
La OMS ha estimado que para el año 2020 la depresión ocupará el segundo lugar en la carga global de enfermedades del mundo, siendo ya actualmente una de las principales causas de carga de enfermedad en las mujeres. El pavoroso incremento de la depresión en las sociedades contemporáneas (más allá de que haya venido a constituirse como un síntoma social, un significante para nombrar un conjunto diverso de malestares íntimos) parece responder a la generalización de un sentimiento de insuficiencia frente a la demanda de responsabilidad e iniciativa personal. Si el consenso de postguerra produjo la sociedad de la abundancia, con estados provisores que velaban por el bienestar de los ciudadanos y trataban de neutralizar el conflicto de clases, en esta nueva fase actual el capitalismo no se siente obligado por ese consenso, y da lugar a la sociedad de la escasez, la austeridad calvinista, donde la responsabilidad ya no es del Estado sino de los ciudadanos, que no han sabido calcular, que han cometido errores, que no son buenos gestores de sí mismos. En este nuevo escenario no hay nada que pedir a nuestros gobernantes, y solo resta culpabilizarnos superyoicamente. No es por tanto casual que la expansión meteórica de la depresión se produzca en paralelo al progresivo desmantelamiento de los soportes sociales que hace más vulnerables a los individuos.
4.
¿Y por qué decimos que es una falta de respeto etiquetar como depresión a esta nueva demanda contemporánea, a los sujetos empobrecidos y angustiados por el futuro? Porque si los identificamos como enfermos, eso de algún modo consolida la culpabilidad del sujeto: es decir, redobla el mensaje de que la culpa no es de un sistema desalmado, sino que la culpa es del propio sujeto que no ha sabido sobreponerse, anticiparse, adaptarse, ser un buen emprendedor de sí mismo, porque en él hay algo mal, algo defectuoso, algo averiado, una enfermedad que hay que corregir. Es decir, si consideramos al excluido como un enfermo que hay que tratar nos hacemos cómplices de un sistema deshumanizado que se desentiende de los sufrimientos de los ciudadanos y que hace al individuo el responsable último de los riesgos de su existencia.
5.
Esta operación cuenta además con el respaldo de la ciencia, o mejor dicho, del positivismo cientificista contra el que ya alertó Husserl a fines del XIX: hoy el sufrimiento psíquico se identifica con una disfunción, algo que no va bien en el cerebro, una enfermedad mental. La Organización Mundial de la Salud define la salud como un estado completo de bienestar físico/mental/social, y si el malestar y las perturbaciones de la conducta ahora son un problema sanitario, las instituciones psiquiátricas se erigen como las instituciones del orden público y el control social, las que deciden si un sujeto puede andar por la calle o tiene que ser internado, si puede o no trabajar, si es capaz para actos civiles o debe ser tutelado, etc. De forma paralela, en las últimas décadas se produce toda una transformación de la nosología psiquiátrica (los manuales diagnósticos y estadísticos que promueve la APA, las sucesivas ediciones del DSM) que define (sobre todo desde su tercera edición en 1980) distintos síndromes psicopatológicos a los que quiere hacer pasar por auténticas entidades naturales, de las que en un futuro –promete- conoceremos la base biológica subyacente. Este proyecto, que se define como ateórico, desentendido de la causa y la singularidad de cada caso, se dice respaldado por la autoridad de la ciencia y abre la puerta al poder de las estadísticas que definen el ideal, la norma –en el sentido estadístico, lo normal, y en el sentido del imperativo social de conducta.
6.
En este modelo reduccionista comparece el objeto farmacológico. El medicamento es el remedio, y a la vez es la prueba fiable: la enfermedad es lo que el fármaco cura. Sin olvidar en absoluto que los psicofármacos han permitido una gran mejora de la calidad de vida de los enfermos mentales, hay un consenso bastante general en que en nuestros días se utilizan de forma abusiva y fuera de indicación, para aliviar malestares cotidianos. Digamos que entre todos hemos construido un sistema sanitario que pretende reabsorber en lo universal el malestar de la civilización, y para lograr este imposible, en una atención primaria desbordada y unos servicios de salud mental cada vez peor dotados e impotentes, el único recurso que puede ofrecerse en ocasiones para aliviar este sufrimiento es la prescripción de psicofármacos… que se ha disparado, por cierto, según datos del Plan Nacional Sobre Drogas, sobre todo de tranquilizantes (el consumo de tranquilizantes aumentó más de un 10% en 2011/12). Esta euforia ingenua de una prescripción que se cree curativa promueve un proceso de medicalización generalizado del malestar a la que se entregan los pacientes sin dudar, y con la que consienten con frecuencia unos profesionales hostigados por la falta de tiempo, la masificación de la demanda, el control gerencial de indicadores de calidad y evaluación, etc.
7.
De estar al borde de la desesperación y la exclusión a estar al borde de la vida, al borde del universo… hay solo un paso, que algunas personas dan, precipitándose en el suicidio, como bien sabemos. Este es el punto extremo de la melancolización de los sujetos que definitivamente se creen responsables de su ruina, y, en el “acto más perfecto” atraviesan su imagen para reunirse bajo la barra con el objeto a y se suicidan, se precipitan por la ventana de la vivienda de la que van a ser desahuciados. Vamos a decir que son los sujetos que se han creído literalmente eso de que “han vivido por encima de sus posibilidades”, en toda su dramática significación.
8.
Un breve recorrido histórico del suicidio permite constatar las distintas formas de represión religiosa, política y cultural de esta conducta considerada escandalosa, antisocial, amoral, etc., desde la antigüedad greco-romana (donde el suicidio era tolerado, salvo en esclavos y soldados, a los que no se consideraba dueños de su cuerpo), la Edad Media (con las conocidas prácticas de punición del cadáver, de ejecución del cadáver), el siglo XIX (donde era condenado por egoísta y asocial, en un momento en que todo quedaba supeditado a la construcción de las naciones y el bien de la colectividad), la modernidad (incremento de los suicidios a consecuencia de la anomia y el debilitamiento de los lazos sociales que promueve un capitalismo incipiente) y, por último, la época actual, donde el suicidio es incomprensible, se atribuye al desorden mental y se empuja al suicida al ámbito de la locura. Es acertado señalar que, en sociedades que sitúan la felicidad y la realización personal en el horizonte vital de sus ciudadanos, el suicidio constituye un escándalo, revela que el rey está desnudo, dispara las alarmas: la OMS lo declara problema de salud pública (en el 2004), y se ponen en marcha de inmediato medidas para frenar la “epidemia”, medidas de limitación de acceso a medios letales, detoxificación del gas doméstico y de vehículos, censura en medios de comunicación (p.e. de los suicidios ocurridos en el tren subterráneo de Viena), etc.
En esa tradición se inscriben las políticas actuales, y hay que señalar también hoy un intento muy decidido por parte de las autoridades por disimular el suicidio con el objeto de no producir alarma social. Hay una viñeta de El Roto en que un individuo se dirige a unos bomberos que parece que van a apagar un fuego y les dice: “Olvídense del incendio, sobre todo que no se vea el humo”. De eso se trata: que el suicidio no se vea, porque el suicidio tiene un costado muy subversivo y escandaloso. Solo hay que pensar en los suicidios que desencadenaron la primavera árabe, las autoinmolaciones de los monjes tibetanos, el suicidio del jubilado griego que incendió Atenas, etc. El suicidio tiene una dimensión política que aquí se está poniendo en juego en los suicidios que denuncia la Plataforma de Afectados por la Hipoteca. Me atrevo a decir incluso que la agenda política en este punto ha estado marcada por los dramáticos suicidios de los que hemos ido sabiendo.
9.
Para completar el cuadro, hay que sumar el proceso de privatización del modelo sanitario: la atención sanitaria cada vez más se organiza según la lógica del beneficio y la rentabilidad, de mil formas: seleccionando los pacientes rentables/curables y desechando las patologías graves y crónicas a la beneficencia de unos dispositivos públicos cada vez peor dotados; o potenciando solo las intervenciones rentables, como por ejemplo la evaluación de pacientes nuevos y retrasando las citas sucesivas a meses atrás, y buscando pacientes nuevos donde sea, rompiendo el modelo de coordinación entre áreas y distritos hasta ahora vigente y sustituyéndolo por el de la competencia, saliendo a pescar pacientes a otros distritos con la ayuda inestimable de un call-centre que confunde y atemoriza a los usuarios derivándolos a centros privatizados. La red de drogas y la red de rehabilitación no permanecen al margen de estos recortes: el presupuesto de la agencia antidroga se ha recortado un 23% en los dos últimos años, se han liquidado los convenios con comunidades terapéuticas y los programas de prevención… a pesar de que es sabido que el consumo de drogas y alcohol es uno de los factores de riesgo de mayor peso para la marginación y la exclusión social, y la comorbilidad con los trastornos mentales es elevadísima, y también sabiéndose que en épocas de crisis los trastornos por consumo de sustancias se disparan. También se reduce en un 6.2% la dotación presupuestaria para la red de rehabilitación (el Programa de Atención Social a Personas con Enfermedad Mental Grave y Persistente, dependiente de la Consejería de Familia y Asuntos Sociales), que es clave en la recuperación de los pacientes para la vida laboral, y para disminuir los internamientos, la institucionalización y la carga de las familias. En definitiva, todos estos cambios promueven la liquidación del modelo comunitario en salud mental, en favor de los ingresos hospitalarios, la medicalización, la media y larga estancia (paradójicamente el presupuesto de esto último se mantiene: pareciera que volvemos al gran encierro manicomial, un auténtico paso atrás. Para este viaje no necesitábamos estas alforjas).
10.
Para terminar, ¿qué podemos hacer entonces desde la salud mental con esta queja que llega hasta nuestras consultas, con esta demanda de atención, con este malestar que creemos que no compete a la psiquiatría ni a la salud mental? ¿Nos debemos negar a acogerlo, debemos eludirlo, o reenviarlo al médico generalista? Esto realmente no sólo no cambia nada sino que incluso puede empeorarlo, dado que este desplazamiento asistencial no evita la medicalización del malestar en la Atención Primaria. ¿O se debería tomar en serio e inventar otra respuesta distinta a la consulta psiquiátrica? ¿Qué respuesta?, ¿una respuesta en el ámbito de lo público? La solución no es fácil, sobre todo en tiempos de recortes como los que sufrimos, donde la salud no permanece al margen del nuevo orden regido por la economía y la ley del mercado, y donde, al final de un largo trayecto de reconfiguración del campo psi, el malestar subjetivo es ya cifrado por nuestros gerentes en términos de costes económicos.
En otras palabras, ¿qué podemos hacer, o mejor dicho, qué estamos intentando hacer ya para rescatar ese sufrimiento, cómo evitar que los sujetos culpabilizados se encuentren a solas con la pulsión de muerte, cómo hacer para darle un destino más digno entre todos a ese dolor que los ciudadanos ahora padecen en soledad?
Se nos ocurren algunas acciones:
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Lo primero, naturalmente, movilizarnos y exigir a nuestros gobernantes un cambio en la orientación de las políticas, unas políticas al servicio de los ciudadanos y no del capital. Hoy los profesionales estamos llamados a salir del calor de nuestras consultas, superando un viejo ideal del especialista de la salud mental concebido como aquel que, en la torre de marfil que se procura con su jerga y su pequeña comunidad, vive aislado de la época y de la lógica de la misma. Hoy los trabajadores de la salud mental estamos convocados a mezclarnos en la política de la ciudad, abandonando el disfraz de silencioso y distante depositario del saber, reinventandoun nuevo lazo entre la profesión y el compromiso democrático. Como decía Gregorio Marañón, esa cita que la marea blanca ha usado como estandarte: “Cuando la historia de un pueblo fluye dentro de su normalidad cotidiana, parece lícito que cada cual viva atento sólo a su oficio y entregado a su vocación. Pero cuando llegan tiempos de crisis profunda, en que, rota o caduca toda normalidad, van a decidirse los nuevos destinos nacionales, es obligatorio para todos salir de su profesión y ponerse sin reservas al servicio de la necesidad pública”.
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Otra acción simultánea es reivindicar unos servicios públicos de calidad, siguiendo las recomendaciones internacionales que recomiendan incluso reforzarlos en tiempos de crisis y emergencia social… para que al menos los ciudadanos tengan un lugar donde su sufrimiento pueda ser escuchado y acogido, y también atendido en las situaciones más graves. Y también evitar el deterioro de los recursos comunitarios que han permitido a los enfermos mentales más graves (que por su condición son los excluidos dentro de los excluidos, los doblemente excluidos) vivir en la comunidad y abandonar el encierro manicomial.
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Por último, el rescate no se pide solo a las instituciones y a nuestros representantes, sino a los ciudadanos y la sociedad civil. Me atrevo a decir que la Plataforma de afectados por la hipoteca ha evitado más suicidios de desahuciados que todos los antidepresivos que hubieran podido recibir. Se trata de que entre todos podamos hacer algo útil con el sufrimiento de las personas, convertir la indignidad en indignación, y dirigir entre todos esa indignación hacia donde corresponda… evitando que el sentimiento de fracaso caiga como un rayo sobre los sujetos fulminándolos… Y eso es tarea de todos, ahí necesitamos a todos, profesionales, ciudadanos y asociaciones, para entre todos tejer redes de solidaridad, acompañamiento y lucha que amortigüe la caída al vacío de aquellos que han sido excluidos por el sistema.
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