La presentación del DSM-5 este mes en la APA que se celebra en San Francisco está suscitando una polémica que jamás hubieran soñado sus detractores. Durante los últimos años, Allen Frances, coordinador del DSM-IV, ha sido el ariete más notorio contra el nuevo DSM-5. Sin embargo, el golpe de efecto lo dio, sin duda el National Institute of Mental Health (NIMH), como comentamos en el anterior post Todos rechazan el DSM-5.
Lo último ha sido la declaración de los psicólogos británicos a través de su Division of Clinical Psychology (DCP). En ella, se plantean superar el modelo de enfermedad mental y el reduccionismo biomédico hacia una formulación de los problemas que incluya definitivamente lo psicosocial. En este punto, Allen Frances se ha destapado del todo y ha llamado reduccionistas también a estos, (como si su DSM-IV fuera el referente en aperturismo e integración).
Lo más importante es que, desde perspectivas opuestas, el NIMH (que propugna buscar la esencia neuroquímica y genética de los síntomas mentales, los biomarcadores) y la DCP, están cuestionando el modelo categorial actual de la enfermedad mental. Las etiquetas actuales no tienen validez, son poco fiables y, si pueden ser útiles para los profesionales, las aseguradoras y la industria farmacéutica, no lo son tanto para los pacientes en la medida que simplifican, cosifican, medicalizan, colonizan culturas no occidentales y estigmatizan.
Se abre entonces ahora un debate muy interesante que tenemos que ampliar a todos los profesionales de la salud mental, usuarios y cuidadores. Lo peor que nos podría pasar es que esta oportunidad se desaprovechara y acabara en un estéril enfrentamiento corporativista entre psiquiatras-psicólogos. Para evitarlo, es imprescindible que desde la propia psiquiatría se desarrolle una actitud más crítica que cuestione un modelo de enfermedad sustentado en buena medida por un paradigma biocomercial y entre todos se fragüe una alternativa mejor para las personas con problemas mentales.