Prever: Ver con anticipación/ Conocer, conjeturar por algunas señales o indicios lo que ha de suceder/ Disponer o preparar medios contra futuras contingencias. (Diccionario de la RAE)
La capacidad de prever constituye, sin duda, uno de los aspectos más importantes en el trabajo del/la terapeuta [Como ya señaló Jay Haley, allá por el año 1976, no es apropiado emplear únicamente el género masculino para referirse a los terapeutas, dado que ésta profesión hay tanto hombres como mujeres. El autor empleará el género masculino por razones de simplicidad, no sin dejar de reconocer la injusticia que encierra el uso tradicional del mismo]. Para poder ayudar a alguien a labrarse un futuro mejor, resulta, obviamente, imprescindible ser capaz de anticipar de manera cabal las distintas posibilidades en la vida de esa o esas personas en función de que adopten uno u otro plan de acción. De hecho, es principalmente esta habilidad, más que la de poder ofrecer explicaciones convincentes acerca del origen de los síntomas, la que determina el verdadero carácter de experto del profesional en cuestión. Como se ha señalado con anterioridad (Taleb, N. N., 2008), la verdadera comprensión de un fenómeno no se expresa tanto mediante la capacidad de explicarlo a posteriori sino siendo capaces de establecer predicciones certeras; piénsese, por ejemplo, en la pléyade de “expertos” en economía que ofrecieron sus explicaciones a raíz de la crisis económica mundial tras su estallido a finales de 2008, en comparación con el número de quienes anticiparon que algo así iba a suceder…
Especialmente, conviene saber adelantarse a los acontecimientos cuando, en el proceso de una terapia, van a producirse dificultades. Hacerlo significa que podamos actuar al respecto cuanto antes, contribuye a que los pacientes puedan percibir esa situación problemática, cuya ocurrencia se había previsto, como más bajo control (y, por lo tanto, menos amenazadora) y permite que el terapeuta dé muestras de su destreza, con lo que ganará ascendiente sobre el paciente y su familia y su capacidad de ejercer una influencia beneficiosa de cara al futuro aumentará. Entonces ¿Es aconsejable que el terapeuta tienda a ser pesimista en sus predicciones, “para por si acaso”? Veamos qué indica al respecto un curioso experimento sobre el efecto placebo.
Predecir es producir
En 1985, Richard Gracely y sus colaboradores publicaron en la revista Lancet los resultados de su investigación en torno a cómo las expectativas del clínico pueden modular la respuesta del placebo usado como anestésico. Los investigadores reclutaron a un conjunto de médicos quienes, a su vez, debían facilitar un fármaco a un grupo de personas que iban a recibir una estimulación dolorosa (se les iba a extraer una muela) en un diseño de doble ciego (es decir: ni los pacientes ni los profesionales sabían qué se estaba administrando). Lo que se les explicaba a los clínicos era que, en el contexto de una investigación sobre la analgesia, los pacientes recibirían al azar uno de tres fármacos posibles: fentanilo (analgésico), naloxona (antagonista opiáceo y, por lo tanto, anti-analgésico) o placebo. Posteriormente, se dividió aleatoriamente al conjunto de pacientes por la mitad y se dijo a los clínicos de uno de los dos grupos resultantes que había habido un problema con los suministros, de tal suerte que ese grupo de pacientes no podrían recibir fentanilo sino, únicamente, naloxona o placebo, pero que el experimento debía continuar; los médicos del otro grupo, por su parte, sí contaban con que algunos de sus pacientes recibirían fentanilo. La realidad era que, en ambos grupos, todos los pacientes recibieron placebo. Es decir, se urdió una situación en la que dos grupos homogéneos de pacientes con dolor recibían placebo para tratar ese dolor, con la única diferencia de que, en uno de los grupos, los médicos que entregaban el fármaco abrigaban la esperanza, no comunicada conscientemente, de que algunos de sus pacientes iban a recibir un analgésico real, mientras que en el otro grupo los médicos “sabían” que sus pacientes sólo podrían recibir un “anti-analgésico” o bien un placebo, por lo que su expectativa era mucho peor. ¿Afectó esto a los resultados? Rotundamente, sí: mientras que los pacientes del grupo “sin fentanilo” mostraron, en promedio, un incremento del dolor, los del otro grupo indicaron una disminución, produciéndose una significativa diferencia entre ambos.
Este sorprendente resultado, en línea con otras observaciones realizadas en el ámbito del estudio acerca de la sugestión (por ejemplo, Barber, J., 2000), no sólo expresa cuan poderosamente las expectativas de un clínico pueden influir en la evolución que siguen las personas que trata sino, además, hasta qué punto ésas expectativas pueden transmitirse (y de hecho lo hacen) por canales de comunicación enteramente inconscientes. Es importante tener en cuenta que, necesariamente, el profesional que recoge información sobre un nuevo caso habrá de conjeturar acerca del posible desarrollo futuro de los acontecimientos; el pronóstico, junto con el diagnóstico y la propuesta de un plan terapéutico, forma parte integral del Juicio Clínico. Así pues, dado que resulta imposible dejar de predecir y que esa predicción influye a su vez en los resultados, debemos considerar como un imperativo profesional para todos los terapeutas cultivar deliberadamente la esperanza y la fe en la capacidad de recuperación de las personas. Ahora bien, ¿Es esto lo que solemos hacer? Contemplemos a continuación lo que tiene que decirnos una vieja conocida: la Esquizofrenia.
La predicción de la Esquizofrenia
Se reproducen a continuación varios fragmentos de texto encontrados en internet acerca de la Esquizofrenia; en concreto, se han seleccionado a partir de las cuatro primeras opciones ofrecidas al teclear en google la palabra “Esquizofrenia” desde la IP del autor en la fecha en la que se realizó la búsqueda, descontando aquellas en las que se indicaba explícitamente que se trataba de publicidad:
Clínica Universidad de Navarra
Es una enfermedad mental grave. Se trata de un desorden cerebral que deteriora la capacidad de las personas en muy diversos aspectos psicológicos como el pensamiento, la percepción, las emociones o la voluntad. Precisamente por su carácter deteriorante […]
El origen de la esquizofrenia no se conoce con certeza. No obstante, en los últimos años se han logrado algunos avances […]
No existen pruebas de laboratorio ni exámenes de imágenes que ayuden a establecer el diagnóstico, como no sea para descartar otras enfermedades.
Wikipedia
La esquizofrenia es un diagnóstico psiquiátrico que se utiliza para personas con un grupo de trastornos mentales crónicos y graves, […]
No se conocen con certeza las causas de la esquizofrenia.
El diagnóstico se basa en las experiencias que relata el propio paciente y la conducta vista por el examinador […] No existen actualmente pruebas de laboratorio diagnósticas de la esquizofrenia y ninguno de los síntomas es patognomónico o exclusivo de esta enfermedad, lo que dificulta el diagnóstico cierto.
Medline Plus
La esquizofrenia es una enfermedad compleja. Los expertos en salud mental no están seguros de cuál es su causa. Los genes pueden jugar un papel [Ante una afirmación como esta, merece la pena preguntarse si sería posible acaso concebir alguna enfermedad en la que los genes no pudieran desempeñar ningún papel…].
La esquizofrenia es una enfermedad crónica y la mayoría de las personas que la padecen necesitan estar con medicación antipsicótica de por vida.
No existen exámenes médicos para diagnosticar la esquizofrenia. Un psiquiatra debe examinarlo y hacer un diagnóstico, el cual se realiza con base en una entrevista que le hacen a la persona y a los miembros de su familia […] Las gammagrafías del cerebro (como tomografía computarizada o resonancia magnética) y los exámenes de sangre pueden ayudar a descartar otros trastornos que tienen síntomas similares.
Esquizofrenia 24 x 7 [No cuesta demasiado trabajo advertir, en cuanto se accede a esta página web, que se trata de una iniciativa puesta directamente en marcha por un laboratorio farmacéutico en su filantrópica y desinteresada labor de acercar de manera clara y comprensible a la sociedad el conocimiento científico independiente (sí, estamos siendo irónicos)]
La esquizofrenia es una enfermedad mental grave que afecta algunas funciones cerebrales tales como el pensamiento, la percepción, las emociones y la conducta.
La esquizofrenia es una enfermedad crónica, es decir, que va a acompañar al paciente toda la vida y que necesita de un tratamiento. Normalmente, el tratamiento consistirá en una combinación de tratamientos farmacológicos y psicoterapia.
El diagnóstico de la esquizofrenia se basa fundamentalmente en las entrevistas clínicas del psiquiatra tanto con el paciente como con la familia. Se suele realizar una historia clínica detallada y unas pruebas complementarias que pueden apoyar el diagnóstico y excluir otras posibles enfermedades.
Más allá de las diferencias entre una y otra fuente, destacan algunos denominadores comunes importantes: en todas ellas se la considera una enfermedad grave y crónica, si bien no se conocen sus causas ni su fisiopatología concreta, ni existen pruebas objetivas que puedan facilitar el diagnóstico como no sea para descartar su presencia. Parece legítimo, pues, que nos preguntemos: ¿Es correcto dar por buenos unos pronósticos tan negativos que no se sustentan en pruebas sólidas? Con mucha frecuencia se utiliza la analogía de la esquizofrenia y la diabetes para ayudar a los pacientes a alcanzar la “conciencia de enfermedad” (es decir, para persuadirles de que tendrán que tomar psicofármacos durante toda su vida) pero esta comparación pasa por alto la importante cuestión de que, en el caso de la diabetes, sí que existen marcadores orgánicos verificables. Dicho con otras palabras: para cualquier persona resultaría poco menos que imposible convencer a un médico especialista en endocrinología de que tiene diabetes si es que, en realidad, no la tiene, del mismo modo que resultaría imposible convencer a un neurólogo de que padece epilepsia siendo que en realidad no es así, etc. [El caso de la epilepsia resulta particularmente esclarecedor pues existen algunas personas no epilépticas que, por los motivos que fueren, llegan a desarrollar una capacidad tan extraordinaria para reproducir los síntomas de la enfermedad que son capaces de persuadir a todo el mundo de que sí la padecen. A todo el mundo… ¡menos a los neurólogos! Éstos, a su vez, cuando detectan a un paciente así… lo derivan inmediatamente a Salud Mental] Por contra, dado que la detección de la esquizofrenia depende enteramente de la observación de la conducta y las comunicaciones de, o acerca de, la persona en cuestión, cabría la posibilidad de que alguien, por los motivos que fuesen (por ejemplo, para librarse del servicio militar obligatorio, para obtener una prestación económica, etc.) pudiera tener éxito en su empeño de hacerse pasar por esquizofrénico ante especialistas bien acreditados, como sin duda sucede en la realidad en algunos casos [El hecho de que resulta problemático establecer consistentemente el dictamen de esquizofrenia, como el de cualquier otro trastorno mental, resulta evidente para cualquier persona que haya tenido la oportunidad de asistir a sesiones clínicas o discusiones entre especialistas en las que se dirimen cuestiones relativas al diagnóstico de algún paciente]. Y, lo que resulta más inquietante: dado que es imposible establecer objetivamente si un determinado individuo padece o no esquizofrenia, ¿cómo podría una persona sana demostrar que lo es a partir del momento en que algún experto en Salud Mental deposite sobre ella la creencia de que alberga a la Esquizofrenia en el interior de su aparato psíquico?
¿Podría vd. demostrar que no es esquizofrénico?
Sobre todas estas cuestiones reflexionó hace ya más de cuarenta años el psicólogo David Rosenham, quien, en 1973, publicó en la revista Science los resultados de una curiosa investigación que ha llegado a convertirse en un clásico. En su experimento, el propio Rosenhan y un grupo de colaboradores se presentaron en diferentes hospitales psiquiátricos de Estados Unidos aduciendo que oían voces (no refirieron ningún otro síntoma), tras lo que fueron todos ingresados; a partir de ahí empezaron a comportarse con absoluta normalidad, informando si se les preguntaba de que las voces habían desaparecido y que se sentían perfectamente. La duración media del ingreso fue de 19 días (7 el menor y 52 el más prolongado) y todos fueron dados de alta con un diagnóstico de “esquizofrenia en remisión” (curiosamente, varios de los otros internos sí que expresaron abiertamente sus dudas de que se tratara de “verdaderos” pacientes).
Rosenhan llevó a cabo posteriormente una continuación del experimento, utilizando para ello un hospital universitario cuya plantilla había puesto en duda que en su centro pudiera darse un error semejante. Informó a los miembros de ese hospital de que, durante los tres meses siguientes, algunos pseudopacientes intentarían ingresar y, posteriormente, solicitó la opinión de los miembros de la plantilla que habían tenido contacto directo con alguna de las 193 personas que llegaron a admitirse a tratamiento en ese lapso. Cuarenta y un pacientes fueron señalados, con una alta confianza, como pseudopacientes por al menos un miembro de la plantilla; veintitrés fueron considerados sospechosos por al menos un psiquiatra; diecinueve fueron objeto de sospecha por un psiquiatra y otro miembro de la plantilla. La realidad era que Rosenhan no había enviado a ninguno.
Independientemente del carácter cómico que una investigación como ésta pueda aparentar, la realidad es que trata de asuntos de la máxima seriedad. En primer lugar, nos obliga a tener muy presente la posibilidad de los falsos diagnósticos y su posible iatrogenia. ¿Cuántas personas han tenido que soportar innecesariamente la losa de ser etiquetadas como esquizofrénicas? [So riesgo de parecer exagerados, afirmaremos que, en nuestra opinión, todas las personas que han sido etiquetadas como esquizofrénicas han tenido que soportar innecesariamente la losa de ser etiquetadas como esquizofrénicas] Conocemos casos como el de Eleanor Longden, famoso por su difusión a través de una TED talk, quien fue capaz de superar una durísima historia como paciente psiquiátrica que incluyó, entre otras cosas, alucinaciones, múltiples intentos de suicidio e ingresos hospitalarios (según ella misma relata, uno de los profesionales que la atendieron llegó a decirle que hubiera sido mejor si hubiera tenido cáncer en vez de esquizofrenia, pues el pronóstico de aquella enfermedad resultaba más benigno), hasta convertirse en la prestigiosa psicóloga clínica que es hoy día. ¿Qué debemos pensar acerca de ella? ¿Permanece latente la maldición de la Esquizofrenia, acechando en su mente a la espera de algún contratiempo que la pudiera activar de nuevo? O bien ¿se trata de un error en el diagnóstico, felizmente superado en este caso gracias a un excepcional espíritu de superación y al apoyo de su familia, así como del de aquellos profesionales que les transmitieron la esperanza de que quizá no era una persona enferma, sino sana y perfectamente capaz de superar la profunda crisis en que se hallaba sumida?
Según se plantea desde la propia psiquiatría, el diagnóstico de esquizofrenia se va confirmando según la evolución, si bien se suele pasar por alto el hecho de que, simplemente al insinuar la posibilidad del diagnóstico, ya se está influyendo (negativamente) en el curso. Además, no existen criterios que permitan establecer fehacientemente cuando el diagnóstico se debe dar por inamovible, lo cual equivale a reconocer que nunca se puede estar seguro del todo… Incluso en aquellos casos con un desarrollo más negativo, como el de Eleanor Longden hasta cierto momento, ¿no deberíamos mantenernos siempre abiertos a la posibilidad de que pudiera tratarse de un falso diagnóstico? Por otra parte, ¿existe la manera de determinar si una persona será, a partir de cierto punto de su biografía, incapaz de desarrollar esquizofrenia bajo ninguna circunstancia o, por el contrario, debemos considerarnos todos como potencialmente esquizofrénicos si se dieran las condiciones apropiadas? Siendo la psiquiatría una disciplina que pretende considerarse científica y la esquizofrenia la enfermedad mental por excelencia, ¿por qué resulta tan difícil encontrar respuestas consistentes a preguntas básicas como éstas? Exploraremos seguidamente algunos postulados de la teoría de la comunicación que quizá nos aclaren algo sobre el tema.
Enfermedad: biología y metáfora
Existen dos formas fundamentales en las que pueden comunicarse los seres humanos (véase Haley, J., 2005): la primera está integrada por esa clase de mensajes donde cada formulación posee un único referente específico; cada mensaje significa y sólo puede significar una cosa, por lo que podría ser computable en un ordenador en forma de “bits” sin que se perdiera nada de su significado (por ejemplo: “ese ángulo es obtuso”). Una de las maneras en las que ha sido denominada este tipo de comunicación es digital, y es la propia de los enunciados científicos.
La otra clase de comunicación es aquella en la que un mismo mensaje puede aludir a múltiples referentes, dependiendo del contexto y de la naturaleza de la relación entre el emisor y el receptor, por lo que no se podría computar de manera digital sin que se perdiera parte de sus posibles significados (por ejemplo: “esa persona es obtusa”). Llamaremos a éste tipo, que funciona por analogía e incluye las categorías de los “como si”, el “juego”, el “ritual” y todas las formas de arte, comunicación analógica o metafórica.
Al parecer, existe una discontinuidad entre ambas clases de mensajes; no estamos hablando de extremos de una misma dimensión, sino más bien de una dicotomía entre dos tipos de comunicación, del mismo modo que si al contemplar de cerca una foto impresa en un periódico sólo vemos puntos (“bits”) pero, a partir de cierto momento al ir alejándonos, “emerge” una imagen cuyo sentido trasciende la suma de los puntos que la componen y que entrañará diferentes significados para diferentes observadores. Por así decirlo, el lenguaje digital (vale decir, científico) tendría que ver con el dominio de la objetividad y el analógico (metafórico) con el de la subjetividad.
Pues bien, si aplicamos esta distinción a la idea de “enfermedad”, resultará fácil advertir cómo, cada vez que empleamos este concepto, podremos estar confiriéndole un carácter digital (cuando alude a alguna dimensión estrictamente biológica, por ejemplo: “Ese hombre está enfermo de paperas”, “Esa mujer tiene una enfermedad del hígado llamada hepatitis”, etc. En el diccionario de la RAE, se correspondería con la primera acepción: “Alteración más o menos grave de la salud.”) o bien metafórico (por ejemplo: “cuando veo a ese tío me pongo enfermo”, “la civilización capitalista está enferma”, etc. Correspondería a la segunda y tercera acepciones del diccionario de la RAE: “Pasión dañosa o alteración en lo moral o espiritual/ Anormalidad dañosa en el funcionamiento de una institución, colectividad, etc.”), sin que resulte de ningún modo complicado diferenciar entre ambos. Pero entonces, ¿de qué manera tenemos que entender “enfermedad” cuando hablamos de “enfermedad mental”?
La idea que la psiquiatría se ha esforzado por propagar a la sociedad, con considerable éxito de ventas, es que hay que considerar a las enfermedades mentales como equivalentes, en su sentido más literal, a las físicas; la “mente” sería uno más entre los distintos sistemas de órganos (en muchas ocasiones identificado con el cerebro) y enfermaría de manera análoga a la de cualquier otra parte del cuerpo. Sin embargo, si analizamos esta proposición con un mínimo sentido crítico nos empiezan a asaltar las dudas… ¿Realmente podemos definir al “aparato psíquico” con el mismo grado de precisión que, pongamos por caso, al “aparato respiratorio”? Al fin y al cabo, si pedimos por separado a cien neumólogos que explicaran qué son los pulmones (o a cien nefrólogos qué son los riñones, etc.) muy probablemente obtendríamos cien respuestas que, con variaciones de extensión, resultarían congruentes entre si y que podrían servir a un profano en la materia para aclararse y ampliar su conocimiento, mientras que si inquiriéramos a cien especialistas en Salud Mental por la definición de “mente” la cosa, indiscutiblemente, sería bien distinta… Y, si tratáramos de resolver esta ambigüedad equiparando al sistema “mente” con el cerebro, quedaría pendiente otra pregunta: ¿por qué existe, entonces, otra especialidad de la medicina encargada -ella sí- de las enfermedades del cerebro y el sistema nervioso, como es la neurología?
No es necesario darle demasiadas vueltas al asunto para darse cuenta de que asimilar las enfermedades mentales a las físicas (es decir, con causa orgánica conocida) resulta imposible, por la sencilla razón de que el concepto de “mente”, a diferencia del de “cuerpo”, es, por definición, metafórico; por lo tanto, si hablamos de “enfermedad mental”, estamos empleando una metáfora o, para ser más exactos, una metáfora acerca de una metáfora [Diferentes autores han elaborado sus propias definiciones de la metáfora “mente” asumiendo que no puede circunscribirse exclusivamente al cerebro, como por ejemplo Gregory Bateson y su noción de mente extracerebral, o Roger Bartra y su idea de “exocerebro”]. Eso, en sí mismo, no tendría por qué resultar un inconveniente; las metáforas constituyen, de hecho, una de las herramientas más poderosas de comunicación terapéutica (véase, por ejemplo, Zeig, J., 1998, Burns, G. W., 2003 o Perrow, S., 2016), como bien sabe todo aquel profesional de Salud Mental que haya persuadido a algún paciente de que se tome la medicación explicando que es como si tuviera diabetes… El problema de la metáfora de la “mente enferma”, muy especialmente cuando se define como una enfermedad crónica, grave e incapacitante, como en el caso de la esquizofrenia, no es por ser una metáfora sino por ser una mala metáfora: rezuma pesimismo por los cuatro costados, pues no incluye la posibilidad de una verdadera solución; resulta intrínsecamente estigmatizante al establecer, sin pruebas objetivas, la existencia de una tara en el interior de las personas hacia quien se dirige; y coloca a éstas ante un dilema kafkiano por el cual están más enfermas cuanto más se empeñan en considerarse sanas, mientras que avanzan hacia la salud a partir del momento en que se conciben a sí mismas como enfermas…
Para que una metáfora resulte verdaderamente terapéutica es imprescindible que establezca, de forma más o menos explícita, una previsión lo más optimista posible basándose, por supuesto, en los datos de los que disponemos. Por lo tanto, en aquellos casos en los que alguna persona muestra alguna manifestación psicopatológica, por grave que sea, sin que se pueda establecer consistentemente una etiología orgánica (como podrían ser las alucinaciones causadas por un tumor cerebral, la inquietud ocasionada por un problema tiroideo, etc.), es decir, en TODOS los casos que atienden los profesionales de Salud Mental, las metáforas que se utilicen deberán asentarse en el supuesto de que la persona o familia en cuestión podrá restablecer el buen curso de su vida si se dan las condiciones apropiadas [Concedamos que pueden existir casos en los que una persona haya quedado marcada de manera indeleble por un historial de trauma muy intenso, por el abuso de drogas, etc., sin que ello pueda verse reflejado consistentemente en pruebas orgánicas; no obstante, los casos así representan una minoría dentro de la agenda del terapeuta común, por lo que el argumento que presentamos no tendría por qué considerarse, en su esencia, invalidado]. Por ejemplo: el la introducción a su libro Familias y terapia familiar, Salvador Minuchin menciona el caso de una viuda de setenta años que, tras sufrir un robo en su domicilio, en el que había vivido durante veinticinco años, decide irse a vivir a otro barrio, tras lo que empieza a desarrollar síntomas paranoides: nota cómo los operarios que contrata para la mudanza pierden adrede algunas de sus preciadas pertenencias, la vigilan y se hacen señales entre si… Percibe una actitud sospechosa en los psiquiatras con quienes consulta a instancias de sus allegados, que insisten en que se medique y se hospitalice… Finalmente, acude a otro terapeuta “cuyas intervenciones se basaban en una comprensión ecológica de los ancianos y solitarios”. Este le explica que ella había perdido su caparazón –la antigua casa, el barrio y los vecinos que conocía desde hacía años- por lo que, como cualquier crustáceo que se queda sin su cubierta, era vulnerable, pero que estos problemas desaparecerían cuando le creciese un nuevo caparazón. A partir de ahí, ambos discuten acerca del modo más eficaz para abreviar ese periodo: ella debía deshacer todo el equipaje y ordenar la nueva casa con sus cosas para que todo le resultara familiar; tenía que “rutinizar” todos sus movimientos (levantarse a la misma hora, ir a las mismas tiendas, etc.) y, durante algunas semanas, no intentar hacer nuevos amigos en el barrio; debía ir a visitar a sus antiguos amigos pero, para no abusar de su paciencia, no debía describir ninguna de sus experiencias y, en caso de que le preguntaran acerca de sus problemas, les diría que, simplemente, eran los problemas de los ancianos, ilógicos y temerosos. De esta manera se la ayudó a ir desarrollando un sentido de familiaridad en su nuevo entorno, con lo que la crisis desencadenada a partir de la terrorífica experiencia del robo y el cambio a un lugar desconocido pudo ir resolviéndose.
Mencionaremos un ejemplo más de metáfora terapéutica, en este caso de nuestra cosecha y aplicable al tratamiento de familias en cuyo seno uno de los hijos en edad de emanciparse comienza a desarrollar síntomas incapacitantes en ausencia de alteraciones orgánicas identificables. En este tipo de casos, según nuestro criterio, el enfoque más eficaz es aquel que ayuda a los progenitores a hacerse cargo del hijo hasta tanto este no sea capaz de valerse por sus medios (véase Haley, J., 2003), y para ello puede ser de utilidad mencionar la labor de esos palos que se utilizan en jardinería para prestar temporalmente soporte a las plantas o árboles cuyo tronco es todavía demasiado endeble como para mantenerse erguido por sí mismo (no por casualidad, el nombre con el que los jardineros denominan a estos palos es el de… tutores).
Estos son dos entre infinidad de ejemplos posibles, tantos como la imaginación de cada terapeuta pueda llegar a crear. En todos ellos, la clave para que resulten potencialmente terapéuticos reside en que conecten con el problema que se aborda y que ayuden a vislumbrar horizontes de cambio y recuperación.
Seamos genuinamente biologicistas. Seamos humildes. Seamos… buenos terapeutas.
Insistiremos una vez más: ateniéndonos a un principio rigurosamente biologicista, debemos aceptar que todas las personas están sanas mientras no se demuestre, biológicamente, lo contrario, y a día de hoy resulta imposible distinguir, en base a pruebas orgánicas, entre el cerebro de una persona diagnosticada de esquizofrenia o cualquier otro trastorno mental y el de una considerada como normal. Por otra parte, resulta obvio que cuando una persona logra realizar cambios estables y duraderos en su manera de percibir, pensar, sentir y actuar, como sucede tras una psicoterapia exitosa, dichos cambios habrán de corresponderse, necesariamente, con cambios estables y duraderos en el cerebro de esa persona. Existen, por cierto, investigaciones que prueban que la práctica continuada de la meditación ralentiza la reducción cortical debida al envejecimiento (Lazar, S. W. et al, 2005) y engrosa la materia gris y el cíngulo anterior (Grant, J. A. et al, 2010), o que el ejercicio físico puede tener un efecto neurogenético (Nokia, M. S. et al, 2016), por lo que la prescripción de ambas prácticas podría considerarse plenamente congruente dentro de un paradigma de intervención que pretenda ser biologicista. Es posible que un planteamiento como éste resulte chocante o, incluso, provocador. Sin embargo, se trata en realidad de recuperar cierta sabiduría elemental que muchos profesionales de la terapia parecen haberse dejado por el camino. Confiar en aquello de lo que tenemos pruebas verificables, respetar la capacidad de recuperación del ser humano, especialmente cuando se cuenta con un soporte social adecuado, instar a los pacientes a que se apoyen en sus propios recursos internos, más que en los fármacos, para conseguir los cambios que desean… todos ellos son principios que encarnan la actitud de rigor y prudencia que debe guiar a todo acto médico [Aclaremos un posible malentendido: de ningún modo lo que aquí se expone supone negar la extraordinaria utilidad que a veces las drogas, incluyendo las psiquiátricas, pueden proporcionar al ser humano a la hora de aliviar un malestar, si bien en una abrumadora proporción de los casos el mayor beneficio posible se obtiene mediante un uso puntual más que continuado, muy especialmente cuando se trata de sustancias con un elevado nivel de toxicidad, como es el caso de la gran mayoría de psicofármacos].
Para concluir, hagamos una última puntualización: cuando afirmamos la importancia de que el terapeuta sea buen previsor no pretendemos dar a entender que haya de adquirir la capacidad sobrenatural de conocer el futuro al detalle. De lo que se trata, en realidad, es de que sepa aceptar cuando un determinado discurrir de los hechos no es ineluctable, por muy probable que pueda llegar a parecer. La verdadera sabiduría tiene que ver con el conocimiento pero también, y esto quizá sea lo más importante, con aceptar nuestro desconocimiento y los límites de nuestro saber. Una buena previsión, por lo tanto, será aquella que, lejos de plantear un único futuro posible (salvo cuando existan datos objetivos que así lo determinen), reconozca nuestra ignorancia ante aquello que el gran Robert Whitaker denominó “la gloriosa incertidumbre de la vida”. No sólo el optimismo, sino también la curiosidad y la humildad, son algunas de las actitudes básicas que el buen terapeuta debe cultivar, pues sólo así podrán alcanzarse la verdadera competencia y la plena satisfacción en el desarrollo de su oficio.
BIBLIOGRAFÍA
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Anxo Bastida Calvo